Cuando hablamos del gasto en Defensa, debemos hacerlo de manera desapasionada, sin pensar sólo en un afán belicista, sino también en capacidad disuasoria, además de en la posibilidad de avanzar en esa industria dual, capaz de ser aplicada tanto al campo militar, como al ámbito civil. Si adoptamos esa perspectiva, enseguida comprobamos cómo una inversión racional y bien planificada en seguridad y Defensa resulta conveniente incluso para avanzar en innovación, en progreso tecnológico, y hasta en empleo (no olvidemos que es un sector que, por ejemplo, en España, supone unos 121.000 puestos de trabajo). Si a ello le sumamos el número de empresas que se benefician del sector (unas 550), pues como para empecinarse en oponerse a un aumento cabal del gasto en Defensa. A todo ello debemos añadir las amenazas procedentes del exterior que sufre el conjunto de la UE; unos riesgos que han aumentado debido a las aspiraciones territoriales que muestran nuestros vecinos; al tráfico de drogas, armas y seres humanos; a las consecuencias de la tragedia humanitaria de la inmigración; a las guerras híbridas; y a la angustia del terrorismo.
Sin embargo, esta dura realidad que es necesario asumir y combatir, no es excusa para que, desde las instituciones europeas, que también deben velar por mantener otros ámbitos del Estado de bienestar, prioricen nuestras necesidades defensivas y de seguridad a costa de otros sectores igual de esenciales para los ciudadanos europeos. Me estoy refiriendo a los cambios que refleja el próximo presupuesto plurianual de la UE, que contempla una cifra cercana a los dos billones de euros para el período 2028-2034. Este proyecto, presentado el pasado miércoles por la Comisión Europea a través de su presidenta Ursula von der Leyen, multiplica por cinco lo hasta ahora dedicado a Defensa. Hasta aquí nada que objetar, salvo que este aumento económico se realizará a costa, entre otras partidas, de la destinada a los denominados “fondos de cohesión” para las regiones más desfavorecidas (que disminuye en unos 112.000 millones de euros); o a la Política Agraria Común (PAC), que pretende reducirse también en unos 87.000 millones, cuando debería haberse aumentado, al menos, en unos 20.000 millones.
Es bueno que la UE decida darle a los Gobiernos de los Veintisiete mayor libertad a la hora de gestionar los fondos y los planes nacionales y regionales de inversión. También que asuma por fin que el fenómeno migratorio es un problema común, y haya decidido aportar 34.000 millones a su gestión; lo cual incluye el control de las fronteras exteriores, aumentar las capacidades policiales, y hasta modernizar el equipamiento de los agentes. Pero tanto estas nobles intenciones, como la oportunidad que supone el compromiso con nuestra Defensa y seguridad, nunca deben proyectarse a costa de debilitar otros sectores de igual o incluso mayor importancia para nuestro bienestar y calidad de vida, como la Política Agraria Común. Creo que hay de dónde recortar, pues la burocracia política y administrativa europeas son excesivas, e incluso las exigentes reformas en materia de energía, automoción, industria y transición verde han generado estos últimos años más gastos que oportunidades. La propuesta de la Comisión Europea ya la conocemos. Ahora es tarea de los Gobiernos nacionales y regionales (la Xunta de Galicia ya se ha puesto manos a la obra), y de nuestros representantes en el Parlamento Europeo y en el Consejo Europeo, tratar de matizar y poner algo más de sensatez en un Marco Financiero Plurianual (MFP) que debería ser mucho más beneficioso para todos