En Pedro Sánchez conviven dos Stendhal: el joven desbocado, hambriento de gloria, que seduce a cualquiera en su afán de escalar peldaños; y el viejo zorro palaciego que mueve las piezas con una sonrisa impostada y la mirada puesta en el próximo equilibrio de poder. Una mezcla singular del Julien Soler de “El rojo y el negro” y del conde Mosca de “La cartuja de Parma”.
Como Julien, teatraliza. Como Mosca, manipula. Cada gesto presidencial —el ceño fruncido, el mentón perfilado, el paseíllo por los jardines de Moncloa, o aquel impensable “me voy pero me quedo”— está calculado al milímetro, como si lo dirigiera un genio del marketing con ínfulas de Diderot. El presidente del Gobierno ha convertido la política en una ópera bufa, donde él lleva la voz de tenor, acapara el libreto y decide cuando se echa el telón.
Con el protagonista de “El rojo y el negro” comparte la ambición desmedida como credo y el camaleonismo como partitura. Del actor principal de “La cartuja de Parma” ha absorbido, como un refinado depredador de moqueta, la sangre fría, el instinto de poder y las intrigas cortesanas. Al igual que ambos personajes literarios, somete los acontecimientos a su propio interés con frialdad quirúrgica.
El presidente del Gobierno ha sublimado en sí mismo ambos retratos de Stendhal: lo suyo no es el poder por el poder, sino el poder como espejo donde contemplarse y rendirse admiración, entre vítores de la cofradía del amén. Su carácter ambicioso ha inaugurado una nueva época: la de la termodinámica política. Ha convertido el arte de lo imposible en el arte de todo vale.
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