Donald Trump. / Mehmet Eser/ZUMA Press Wire/dpa – Archivo
Mientras nos vamos de vacaciones nos caen encima los aranceles de Donald Trump como una DANA que lo arrasa todo a su paso y seguro que a él le gustaría esta comparación. Un 30% a las exportaciones europeas sin contar otros tipos adicionales para ciertos productos harán imposible que vendamos nada allende el Atlántico, y se cargaría un negocio que mueve 2.300 millones de dólares diarios hasta un total de 870.000 millones anuales. Y aunque producen a Washington un irritante déficit de 200.000 millones, ellos tienen superávit en servicios con lo que el resultado final es bastante equilibrado. A Donald le irritan especialmente la “tasa digital” a las grandes corporaciones como Google o META que tanta influencia tienen en su administración (en un gesto amistoso o amedrentado, no lo sé, la UE la ha dejado en suspenso), y también le molesta el IVA porque lo considera erróneamente un arancel… y no será porque no se lo hayan explicado.
Le gustan tanto los aranceles que llegó a decir que era la palabra más bella del diccionario, aunque luego añadiera ‘Dios’ y ‘Amor’ para no escandalizar a sus bases evangelistas. El problema es que los aranceles no traen riqueza sino pobreza también para el que los impone porque al encarecer las importaciones provocan inflación, suben los tipos o impiden bajarlos, reducen el consumo, la inversión se contiene ante el empeoramiento de las perspectivas empresariales y eso hace caer el empleo. Con menos empleo y más incertidumbre sobre el futuro la gente ahorra más, consume aún menos y la pescadilla se muerde la cola. El famoso arancel Mott-Hawley agravó las terribles consecuencias del Crack de 1929 que tanta influencia tuvo en nuestra Guerra Civil y en la Segunda Guerra Mundial. Y aunque las circunstancias hoy son muy diferentes, lo esencial es que los aranceles no ayudan al comercio creador de riqueza que con el multilateralismo (liberalismo, democracia, reglas iguales para todos e instancias poderosas para la resolución de conflictos) nos han dado ochenta años de paz y prosperidad.
Ahora pasamos a una etapa multipolar de tensiones, luchas de poder y proteccionismo entre Estados y grupos de Estados que a corto plazo nos traerá inseguridad y reducirá el comercio y el crecimiento global. También augura la llegada de una política de poder en la que, como decía Tucídides, los poderosos harán lo que les convenga y los demás aguantarán como han hecho siempre. La ecuación se complica porque Trump aplica la geoeconomía entendida como el uso de instrumentos económicos y financieros para promover y defender el sacrosanto interés nacional como son de nuevo los aranceles, las barreras regulatorias, las devaluaciones agresivas, las compras dirigidas de activos extranjeros, y los controles sobre la exportación de tecnología, de energía o de tierras raras que es exactamente lo que estamos viendo estos días. El entorno presidencial incluso contempla cobrar a otros países por el privilegio de comerciar en dólares, obligar a comprar bonos americanos a países que disfruten de su protección militar, o castigar a los que no usen el dólar como moneda de reserva. O sea la presión económica al servicio de objetivos políticos del que puede ejercerla. Al fin y al cabo MAGA significa perseguir sin reparos todo aquéllo que haga a EEUU más fuerte, más seguro y más próspero. Y los demás que se apañen.
De esta forma, Washington impone aranceles a la UE para presionarnos y obtener mejores condiciones en la negociación en curso; del 50% a Brasil para que detenga el juicio de su amigo Bolsonaro por intento de golpe de Estado (supongo que para evitar analogías molestas); le impuso un 25% a Colombia para obligarle a recibir migrantes expulsados de EEUU; y ahora en un sorprendente cambio amenaza a Putin (y a quiénes con él comercien) con aranceles del 100% si no firma una paz con Ucrania en cincuenta días. Son solo algunos ejemplos.
Lo peor es que regresa el uso de la fuerza en las relaciones internacionales que el Pacto Briand-Kellogg ya prohibió en 1928 y refrendaron luego las Naciones Unidas. Irán es la demostración más reciente. Por eso me parece que tiene razón Slavoj Žižek cuando afirma en “A Quantum Theory of History” que ésta no avanza en línea recta hacia un mundo mejor, sino que se asemeja a una sopa cuántica donde múltiples tendencias conviven y solo cristalizan momentáneamente en direcciones dispares que no tienen que ser las mejores. Y así nos va.