Bendito seas, Tourmalet y bendita sea la prima de 100 francos que cobró Octave Lapize, el primer ser humano que coronó la cumbre bajo la proclama del Tour, por allá 1910. Recibió el premio por la gesta de no poner pie a tierra; sin carbono, sin frenos de disco, sin ruedas ligeras, sin ciclocomputador, sin ropa que chupara el sudor, sin pinganillo, sin los consejos de su director, que ni siquiera existía como todo lo demás, sin las motos de televisión y sin una cadena humana, miles y miles de personas, en los embotellamientos más bestias que se han exagerado este 2025. Parece que todo el mundo se haya citado en los Pirineos y puede que hasta por amor.
Porque da igual que todo el mundo sepa quién es el dominador, importa poco que se intuya que este sábado por las laderas del Tourmalet, vertiente de Barèges (a este cronista le gusta mucho más subir por La Mongie, manias que tiene uno) pasará una fuga, presta y dispuesta a soñar con una victoria imposible en Superbagnères. Habrá que aplaudirlos, mostrar la solidaridad y a los que lleguen últimos, a los que les pesa más el culo que a otros, de forma indiscreta recibirán un empujón solidario, sin importar el ‘maillot’ que defienden o la nacionalidad que tienen.
Magia pura
El Tourmalet es magia pura. Es el monte que cualquier cicloturista que quiera presumir de bicicleta debe ascender por lo menos una vez en la vida para ganarse el diploma de la carretera y que un día ante amigos y familiares pueda presumir de haber pasado por la montaña que ha coronado a las principales figuras emergentes de este deporte con un recuerdo muy especial a Federico Martín Bahamontes, el ‘Águila de Toledo’, fallecido hace dos años, y al que el Tour distinguió como el más grande escalador de todos los tiempos.
Es la cima de la horquilla rota de Eugène Christophe (tuvo que bajar a pie para buscar un herrero que le reparara la bici en 1913, siendo el líder de la carrera), al saludo solidario de 2010 entre Alberto Contador y Andy Schleck y, sobre todo, es el Tourmalet del increíble descenso, por la vertiente de subida de este sábado, de Miguel Induráin en el Tour de 1993, una velocidad increíble, apurando en las curvas como un piloto motociclista, lanzándose sin miedo a caer y con la evidencia, respuesta dada por el corredor años más tarde, de que no recuerda haber frenado mientras la moto de la televisión francesa perdía su estela. Salvó un Tour, se jugó el pellejo, pero dejó para el libro de oro de la ronda francesa una de las bajadas más feroces vista antes y después por la carretera del Tourmalet.
El Gigante, en la cumbre
Arriba está el Gigante, que no es Induráin, aunque podría serlo, una figura que parece como un Dios profano al que hay que rendir culto conseguida la gesta de ascender por el monte. Cada año hace el viaje de ida y vuelta. En otoño lo bajan a Bagnères de Bigorre, no sea que algún temporal invernal lo tumbe de su trono. Reposa en un parque hasta que la primavera anuncia el retorno a la cumbre, que hace acompañado de una comparsa y de decenas de cicloturistas que lo aclaman como un ídolo de acero.
El Tourmalet inspira a los aficionados que se reúnen en la ladera y a los corredores que presumen por haberlo subido alguna vez con un dorsal a la espalda anunciando que es un protagonista del Tour. No fue el Tourmalet por el que esperaba pasar Luis Ocaña en 1971 vestido de amarillo y con la victoria casi sentenciada, porque dos días antes se vino abajo mientras descendía por Menté, uno de los episodios más tristes de la historia del ciclismo español. Seguramente, hoy en día, con los frenos de disco, habría conseguido controlar la bici para salvar una etapa negra y triste que recuerda el libro de los espantos de la carrera.
La sorpresa agradable
Una montaña que vio pasar también a la Vuelta y consagró a Demi Vollering como la mejor corredora contemporánea cuando el Tourmalet dio paso a las mujeres en la segunda edición del Tour femenino.
Si se sube al Tourmalet en un plácido día de junio hasta puedes encontrarte con Pedro Delgado, mientras se hace el silencio, se escuchan los pájaros y el sonido del viento, entre semana hay pocos cicloturistas, todo lo contrario que ocurre cuando la revolución un 19 de julio llama a la puerta del monte cuyo nombre viene a significar algo así como ‘el camino de mal retorno’. “Ascender al Tourmalet y encontrarte en la cima con Perico es como una aparición divina”, exclama un cicloturista aragonés.
Cuando Napoleón III ordenó en 1846 construir una carretera como camino termal hasta la cima de la montaña, por supuesto sin asfalto, nunca pudo imaginar que abría la vía para que un día el bendito Tourmalet entrara en la leyenda del Tour.