Ver las siglas «VV» (vivienda vacacional) en una placa roja o rosa con letras blancas colocada en la fachada de un piso es cada vez más fácil en muchas ciudades de España, lugares como Las Palmas de Gran Canaria donde, según datos del Gobierno de Canarias, hay 5.467 viviendas de este tipo registradas. Solo en la provincia de Las Palmas, la cifra asciende a 37.180.
Con el anteproyecto de la Ley de Uso Turístico Sostenible de la Vivienda actualmente en tramitación parlamentaria, la cifra de este tipo de alojamientos sigue creciendo en el Archipiélago, aunque hay propietarios que deciden optar por el alquiler residencial o a largo plazo por las complejidades y consecuencias que trae consigo el corto plazo de la vivienda vacacional.
Una tesis doctoral defendida el pasado 30 de junio en la Universidad del País Vasco por el investigador y doctor en economía integrada, Gregory Capel-Davies (británico afincado en Cáceres), pone el foco en uno de estos inconvenientes: el «desgaste emocional» que sufren los propietarios o propietarias de estos alojamientos y el conflicto ético que puede surgir en su relación con los posibles huéspedes cuando perciben que sus derechos como anfitrión no están siendo respetados.
Bajo el título «Cultural Tourism 4.0: The Case Study of Economic and Ethical Impact of Tourist Apartments in Cáceres», el trabajo parte del contexto de la ciudad extremeña para plantear el dilema que tienen algunos poseedores de este tipo de las viviendas vacacionales, revelando que el comportamiento del turista o visitante puede afectar al estado de ánimo de los dueños de los alojamientos.
Además de indicar que la concesión de licencias sin límite es «una estrategia del ayuntamiento» para fomentar la rehabilitación del casco antiguo de Cáceres sin la necesidad de invertir fondos propios, también advierten de la importancia de «impulsar políticas públicas que promuevan un modelo de turismo sostenible», especialmente en zonas residenciales.
También recalcan que, sin una planificación adecuada, la expansión descontrolada de los apartamentos turísticos puede acelerar en Cáceres fenómenos como el de la gentrificación, lo que da lugar a que los barrios pierdan su identidad y a que el vecino de toda la vida tenga que marchar de su casa o cerrar su comercio.
Realidad cotidiana en Canarias
Esto que en la ciudad extremeña se está comenzando a notar -se ha pasado de 200 licencias a casi 900 en la actualidad-, en Las Palmas de Gran Canaria es una realidad más que tangible y cotidiana por la que la población ya ha salido a las calles a protestar en diversas ocasiones, pidiendo un cambio del modelo turístico actual -que tensiona los recursos, el territorio y a la sociedad- a otro más sostenible que cuide el paisaje, los barrios y al residente local.
«Con los cambios que está habiendo en la ley, he tenido que contratar a un arquitecto, porque los edificios de vivienda vacacional tienen que estar dados de alta como uso turístico. Hay un montón de problemas y mucha gente tiene que quitar las casas de alquiler vacacional», explica Conchi, mujer canaria dueña de un edificio cerca de la playa de Las Canteras.
Con respecto a su relación con los huéspedes, especifica que «hay de todo», personas que «llaman cada cinco minutos» por cualquier cosa y también «gente maravillosa». «Yo tengo un edificio y tengo a tres personas difrentes trabajando. Pero, cuando la gente se ocupa personalmente de alquilarlo, es más traumático», reflexiona la propietaria.
Por su parte, Francesca, arquitecta italiana afincada en Las Palmas que alquila su apartamento por Airbnb tras haber vivido en él un año, indica que solo acepta a «cierto tipo de gente», normalmente a esas personas que tienen reseñas o llegan a ella «recomendados por otros huéspedes». «No suelo aceptar a gente local porque normalmente quieren un servicio de hotel, quieren que estés disponible las 24 horas», añade haciendo balance de su experiencia personal.
Echedey (nombre modificado para preservar su anonimato) también vivió durante años la experiencia de gestionar dos pisos en alquiler vacacional, antes de la pandemia. Él mismo hacía los check-ins, y coordinaba salidas y entradas: «Lo más estresante era cuando había una salida y una entrada el mismo día. Tenías que ir con demasiada prisa. Y después, los horarios de los vuelos: una vez tuve que salir a las doce y media de la noche para recibir a unos huéspedes». Aunque ganaba más dinero que con el alquiler tradicional, los costes fiscales lo hacían menos rentable, lo que lo llevó a optar por el alquiler residencial, que le resulta más tranquilo: «Si es tu trabajo principal, está muy bien. Pero si lo haces como actividad extra, es bastante más estresante, porque lo sacas del tiempo de ocio».
Esteban, que tiene un alojamiento rural en San Mateo, es otra cara de la moneda. «La verdad que la clientela ha sido maravillosa, muy respetuosa. No tengo ocupación completa ni me dedico a esto exclusivamente. Gracias a que la tengo como vivienda vacacional, la casa se mantiene y no está abandonada. No te haces rico, pero contribuyes a la economía local», explica.
Para él, se trata de un modelo más tranquilo, vinculado al turismo rural y de fin de semana, muchas veces de residentes canarios, aunque también recibe visitantes europeos. «Es un modelo menos tensionado. En el campo, estas viviendas han ayudado a que zonas que se estaban deteriorando vuelvan a moverse un poco más», concluye.
Más allá de los datos y los testimonios particulares, el estudio de Capel-Davies plantea una cuestión de fondo que interpela a todas las ciudades que conviven con este modelo: ¿hasta qué punto el número de viviendas vacacionales puede seguir creciendo a costa de la identidad de los barrios?
En un contexto global donde el turismo es una forma de vida -además de una industria, mirar a Cáceres —y desde ahí a Gran Canaria— permite algo más que comparar cifras. Permite reconocer síntomas comunes, anticipar riesgos y pensar políticas que pongan el foco en las personas, no solo en las licencias o los porcentajes de ocupación.