Valentín, amigo del colegio, organiza una vez al año y desde hace un tiempo un fiestorro. En realidad, y para ser precisa, es «el fiestorro». Sólo hay uno. Y es el suyo. La cita tiene todo lo necesario para triunfar: anfitriones perfectos y de generosidad desbordante, buena música, una organización que parece el resultado de una clase magistral de Excel, comida, bebida y la que la hace inigualable: los amigos del colegio.
Será que me hago mayor (no demasiado), que soy una nostálgica de manual (podría ser) o será que no hubo mejor curso que el mío (totalmente cierto). Sea por lo que sea, reencontrarse con los compañeros con los que compartiste una parte tan importante de tu vida es un chute de felicidad.
Algunos han cambiado, otros están idénticos y la mayoría conserva la misma esencia y sentido del humor. Soy fan de todos y de cada uno de ellos. Del que bailó sentado y movió las piernas al estilo cancán porque estaba cansado. Del que se acariciaba el pecho mientras se contoneaba con las bachatas. De la que había pasado por un bache de salud, pero va a por todas, porque que le encanta su vida. De la que había dejado de fumar, pero pillé detrás de un árbol con su compañero de pupitre liándose un cigarrillo. Del que saltó y bailó conmigo media noche y, quién me lo iba a decir cuando éramos adolescentes, me contó que trabaja en proyectos de liderazgo y gestión de equipos o del que me explicó que, como yo, hace deporte para regularse emocionalmente. Pasamos toda la noche echándonos piropos. Que estás mejor que a los quince, que tú fuiste mi amor platónico, que cómo me gusta a lo que te dedicas, qué ilusión verte, qué buena cara, siempre me caíste bien. Lo dicho, un chute de felicidad. Me encantaría vivir en una fiesta de Valentín constante. Salté, sudé y grité. Uno de mis brincos aterrizó sobre el pie de una chica monísima. Espero que no acabara en urgencias. En cualquier caso, desde aquí, le pido disculpas.
En un par de calles más allá de mi casa hay un centro de masaje tailandés. Lo regenta una mujer que, harta de gestionar malos entendidos, ha puesto una pegatina en la puerta con el mensaje «No erotic». Después de mi noche loca, decidí visitarla para que acompañara a mis cervicales al lugar del que jamás debieron salir. Mientras le explicaba mis múltiples achuchones, entraron tres turistas vestidos en bañador, sin camiseta y gorro de paja a pedirle en un inglés macarrónico si su local era sólo para hombres o si, también, admitía a mujeres. Sé que a partir de los cincuenta las mujeres nos volvemos invisibles, pero es duro percatarse de la realidad. La propietaria me señaló como quien muestra una evidencia, pero ellos continuaron a lo suyo sin mirarme. Desesperada ante tanta pesadez, ella acabó gritando que en su local no había finales felices. Y la pandilla se esfumó.
Mientras ella paseaba sobre mi columna y yo me regodeaba en el crack, crack de mis vértebras volviendo a su lugar de origen pensé en diferentes versiones de la felicidad. Una de mis preferidas es, sin duda, la de la fiesta de Valentín. Es coral, compartida, respetuosa y generosa. Un lujo.
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