Dos personas se refrescan en una fuente ante el intenso calor. / Eduardo Manzana/EP
Me sorprende que con las altas temperaturas que nos castigan tanto por el día como por la noche la gente continúe con sus rutinas de siempre. Con lo que cae lo lógico sería que todos nos encerrásemos en un búnker hasta octubre, y sin embargo, aunque creo estar soñando, lo que veo es cierto. Las cajas de los supermercados están repletas de compradores que aguardan su turno en la cola. Los autobuses van llenos de aquí para allá. Temo que los eléctricos sufran un cortocircuito de un momento a otro, a causa de la temperatura y la humedad extrema, pero de momento no se detienen, y continúan cumpliendo con sus rutas.
Los repartidores (la profesión más sacrificada del mundo en verano; todo el día en la calle) continúan, como el nombre de su profesión indica, repartiendo todo lo que tienen que entregar cada jornada. Como los carteros, los empleados que deben ocuparse de la carga y descarga de materiales, o los responsables de abastecer a la población botellas de butano.
Pero lo curioso es que quienes no tienen ninguna obligación de salir a la calle también la llenan, y no hay hora del día en que falten figurantes por el camino. Observo con cara de incredulidad a señoras cargadas con carros enormes casi imposibles de transportar que se trasladan en el bus correspondiente a la zona norte. Contemplo pasar a corredores que se emplean a fondo haciendo running, no sólo en la zona del Puerto, que sería lo lógico, sino en pleno casco urbano de la ciudad.
Asisto turulato a la ceremonia de la cotidianidad. El mundo sigue girando mientras yo me recluyo durante quince semanas (que sean sólo quince) en las que no se me va a ver el pelo.