El verano, con sus vacaciones, se ve como un paréntesis donde el tiempo parece cambiar de piel. Inmersos en ese instante en que la rutina se desvanece, y el mundo parece girar con otra cadencia, ocurre esa especie de espejismo que hace que los días de descanso se deslicen con ligereza, mientras los laborales se dilatan. Este fenómeno tiene su raíz en la neurociencia y el modo en que almacenamos recuerdos, pues el cerebro distorsiona la percepción del tiempo según lo que sentimos, anticipamos o vivimos.
Estímulos
En el trabajo, el cerebro se enfrenta a tareas repetitivas, plazos exigentes y distracciones, lo que afecta a cómo medimos subjetivamente el tiempo, pues hay menos estímulos nuevos (todo son rutinas). Se produce una atención fragmentada al saltar entre correos y reuniones, erosionando la continuidad de los momentos. Por último, el esperar el final de momentos determinados, hace que cada minuto se sienta más lento. Los días laborales se sienten extensos, poco memorables.
Las vacaciones activan circuitos cerebrales diferentes. Hay una estimulación constante con nuevos paisajes, conversaciones y sorpresas, que hace que el cerebro registre más imágenes mentales. Hay una concentración plena al vivir el presente, anticipando horizontes más largos (todo el día, no una actividad), lo que genera una percepción más integrada no dictada por el reloj, sino por sensaciones, el cerebro hila el tiempo con emociones y recuerdos.
Psicólogo clínico
(www.carloshidalgo.es)