Me encuentro ante un dilema de difícil solución. En conciertos como este, con un gran componente simbólico, ¿debemos juzgar la actuación en sí del músico o lo que representa? Hay ocasiones en que el carisma logra transmitir lo que el cuerpo ya no alcanza a expresar. Joaquín Sabina, el poeta de voz áspera y verbo afilado, volvía a pisar, por segunda y última vez, el ruedo de la plaza de toros de Alicante para decir «adiós» al público alicantino. Un espectáculo donde el peso de la nostalgia y el homenaje superó con creces las virtudes que conserva el músico a sus 76 años.
El cantautor de Úbeda afronta su gira de despedida, y todo apunta a que, esta vez, será realmente la última, con evidentes limitaciones. Pero también con la dignidad de quien ha dejado una huella indeleble en la historia de la música española. El público, fiel y emocionado, sabía bien que no estaba ante un simple recital, sino ante el tributo a una figura que transformó la forma de componer canciones en nuestro país. Sabina elevó la palabra en la canción popular y nos legó un repertorio que perdurará mucho más allá de su presencia en los escenarios. Regalos imperecederos a un cancionero español que le debe mucho.
No es de extrañar que vendiese todas las localidades en sus dos pases en la localidad. Todos querían despedirse del músico, siendo conscientes de que este adiós no maquilla un hasta luego. Por ello, nada más el maestro pisó las tablas, una sonora ovación inundó la plaza de cariño y admiración. Era su último vals, una última bala para un gran número de seguidores y, con eso en mente, arrancó un recital cargado de himnos perpetuos que contaron con la ayuda de la gente para llenar los huecos a los que el ubetense ya no puede llegar. Todos se sabían sus letras, fuera cual fuese la canción, y es que una despedida como esta tenía que venir refrendada por un repertorio a la altura, marcado por las canciones que han erigido su leyenda.
La actuación transcurrió sin grandes alardes, envuelta en una sobriedad escénica que contrastaba con la excelencia de sus músicos, encargados de vestir con elegancia un repertorio repleto de clásicos. Si el público quería ver un espectáculo, en su acepción más ruidosa y deslumbrante, este no era el lugar. Lo que se respiraba era una mezcla de devoción y melancolía, esa clase de emoción que antecede al duelo. Sabina, midiendo cada una de sus palabras, dejaba claro, sentado en su trono en el centro del escenario, que los tiempos iban a ser otros. Y aunque las visuales respiraban arte por los cuatro costados, las miradas no podían apartarse de él, que sentía cada una de las frases que declamaba.
El recital arrancó con «Lágrimas de mármol», deleitando con un rock de sabor añejo y composición reciente. Un «superviviente, sí, maldita sea» expresado con rabia para sentar las bases de su yo interior. El coso alicantino inició con él un viaje musical lleno de recuerdos. «Es un placer estar aquí en Alicante», admitió el poeta, regalando una anécdota que le une mucho con la provincia. «Yo estaba de vacaciones en Altea cuando me enteré que en esta misma plaza tocaba Serrat, así que me compré la entrada y me planté allí». De eso han pasado más de 40 años, y quién le iba a decir que el tiempo le regalaría tres giras junto a él a lo largo de su carrera.
Ahora, y según plasmó, era un placer «hacer por segunda vez el paseíllo aquí esta semana». Su alma taurina se manifestó así en una gira en la que saldrá por la puerta grande sin necesidad de indultar al toro. Su recital fue un enredo de recuerdos continuos, una búsqueda de melodías que han plasmado toda su vida y que se mantienen inalteradas en su «baúl de canciones olvidadas». Canciones que apelan al amor y lloran al desamor con narrativas al alcance de muy pocos. Y esos temas rescatados invitaron a corear a todos los presentes, llegando a enamorar al propio Sabina.
Si hay que poner nombre a las emociones allí vividas, hay que mencionar temas «Lo niego todo», «Mentiras piadosas» o «Ahora que…»; canciones que abrieron un recital que rápidamente encontró refugió en piezas musicales de la talla de «Calle Melancolía», «19 dias y 500 noches» o «¿Quién me ha robado el mes de abril?». Con «Más de cien mentiras» llegó el momento de presentar a su banda. Y es que abandera el oficio de poeta hasta para presentar a cada uno de los músicos que allí le acompañan. Uno de ellos, su baterista Pedro Barceló, de Formentera del Segura.
Tras un interludio no exento de música, pues lo cubrieron con solvencia la extraordinaria Mara Barros y el siempre rockero Jaime Asúa, regresó guitarra en mano para seguir desgranando su repertorio con «Donde habita el olvido». Pero si algo tiene Sabina son grandes éxitos. Y era el momento de desgranarlos: «Peces de ciudad», «Una canción para la Magdalena» y la magna «Por el bulevar de los sueños rotos» con recuerdo a Chavela Vargas incluido. Se había abierto la caja de Pandora y composiciones como «Y sin embargo», «Noches de boda» y la más que conocida «Y nos dieron las diez» intentaron ponerle punto final.
Pero un adiós verdadero exige algo más que un simple cierre, y la despedida no podía quedar en el aire. Aún quedaban joyas por sonar: “La canción más hermosa del mundo” y esa confesión en carne viva que es “Tan joven y tan viejo”. El maestro, con la voz quebrada de verdad y no solo por el paso del tiempo, apretó el alma del público con una interpretación íntima de “Contigo”, quizá su pieza más desgarradoramente sincera. Pero la melancolía no tuvo la última palabra. El rock volvió a tomar el escenario con “Princesa”, recordando que el rock es un buen bálsamo para las despedidas. El público, en pie, entre lágrimas y sonrisas, bailó y despidió a Sabina en una mezcla perfecta de emoción y celebración. Fue el broche de oro a una noche que, sin duda, quedará grabada en la memoria colectiva de los alicantinos.
Todos conocemos bien el temperamento del genio de Úbeda, y no sería la primera vez que su inquebrantable testarudez terminase gestando una nueva gira que, a día de hoy, parece impensable. Que no imposible, entre esas dos palabras existe un sutil matiz muy importante. Sin embargo, su despedida sonó a real, los estragos del tiempo se hacen notar y ya no cuenta con la soltura física de antaño. Llegó el momento de cortarse la coleta y ver los toros desde la barrera, siendo consciente del legado que deja tras de sí. Y lo hizo saliendo a hombros de una plaza de toros rendida a su figura. Dijo «hola y adiós», pero este portazo sonó fuerte, sin signo de interrogación. Lo de esta vez es un punto final.