¿A qué vamos a un concierto? Lo de disfrutar de la música ya parece un poco pasado de moda. Si hoy los macroconciertos prosperan y se mezclan con la vida cotidiana, es porque hay algo más, o mucho más. Vivir el evento, fundirse en el fenómeno, estar en la conversación mundana.
Bunbury detenía hace unos días una actuación en Quito (Ecuador) porque, según hizo notar, un asistente de primera fila lo estaba acribillando con el móvil durante “todo el puto concierto”. Interpretaba un tema sentido, ‘El jinete’, de José Alfredo Jiménez, que interrumpió a la mitad. Ciertas canciones requieren de concentración, vino a decir, y esa grabación persistente, a pocos metros, causaba un efecto indeseado: que ”el concierto fuera peor” y que perjudicara al resto del público. Tal vez estuvo un poco abrupto: el profesional debe tener la piel dura, de acuerdo.
Pero el jueves pasado, Lola Índigo actuó en el Estadi Olímpic en un escenario dominado por gigantesca pantalla de video vertical, un montaje que nos estaba diciendo: “grabad, compartid y viralizad, malditos, hasta que el mundo se acabe”. No era una idea nueva: Rosalía jugó con eso en la gira ‘Motomami’, y antes, la sueco-británica Mabel, con un escenario que iba de arriba a abajo, tres pisos, adaptándose a los videos de Instagram y TikTok.
A ver, el problema es cuando se confunden códigos. Hoy llenan los estadios audiencias de un perfil distinto. No son los melómanos de toda la vida, o los muy seguidores de un artista, sino un público muy amplio y cazado al vuelo, que cree que esa noche debe estar allí por razones que es perder el tiempo pretender discutir, porque cada cual tiene las suyas y todas son legítimas.
Pero algunas de ellas tienen que ver con establecer una relación distinta con la música. Se percibe una línea cada vez más marcada entre vivir un concierto con los cinco sentidos, frenando las distracciones, y hacerlo teniendo en mente en las visualizaciones que obtendrás en las redes. Y entre los artistas que atan en corto esas expansiones (llegando a extremos como prohibir o limitar los móviles: Dylan, Arctic Monkeys, Jack White), y los que las fomentan (son campañas publicitarias gratuitas).
Las fricciones llegan cuando vas a ver al artista cuyo imaginario es ajeno al frenesí viral (sus seguidores ya lo saben, o deberían), y tú, como te has formado en la música en directo a través del carril hoy dominante del ‘entertainment’ digital, haces cosas que, tal vez allí y solo allí, son un poco raras, y ya tienes edad para haberlo notado.
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