Hubo un tiempo en el que el director gerente de una organización, de cuyo nombre ahora no quiero acordarme, presentaba las cuentas anuales con expresiones que yo no había escuchado nunca. Una de ellas era el término “desahorro”, con el que se refería a la significativa reducción de los recursos acumulados durante años mejores. Insuperable me pareció la que usó para dar cuenta de las pérdidas el año anterior: “Hemos tenido un [considerable] crecimiento negativo” —lo de considerable lo he añadido yo.
No eran estas expresiones un invento suyo, en todo caso. Decir crecimiento negativo es técnicamente correcto según la Real Academia Española. El crecimiento es el parámetro que se mide, y puede ser positivo o negativo. En economía, de hecho, es la disminución en el valor de un indicador económico, como puede ser el beneficio. También es cierto que la profundidad del océano es una altura negativa. Pero ¿han oído alguna vez decir que la Fosa de las Marianas, en el Océano Pacífico, tiene una altura negativa que supera los once mil metros? Seguro que no.
Los eufemismos están a la orden del día. Volviendo al diccionario de la RAE, este los define como “manifestaciones suaves o decorosas de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante”. Siempre he pensado que la palabra eufemismo es un eufemismo en sí misma. Un metaeufemismo, podríamos decir: un término que ya esquiva, con elegancia, decir lo que realmente significa.
Hoy los eufemismos son tan abundantes que han dejado de ser la excepción. A menudo no buscan dulcificar lo amargo o suavizar arrugas o asperezas de la vida, sino ocultar la verdad. Un buen ejemplo es la expresión “mano de obra digital”, utilizada cada vez más para referirse al trabajo realizado por sistemas de inteligencia artificial. Se evita así hablar de lo que en realidad ocurre: la automatización de tareas humanas que amenaza con desalojarnos de nuestros empleos. Además, se elude mencionar directamente a la inteligencia artificial, un concepto que ha perdido algo de su brillo mediático en los últimos tiempos.
El mundo del trabajo y la economía está plagado de estas fórmulas diseñadas para dar esquinazo a realidades duras: precarización, despidos, recortes, explotación. La lista es larga, pero me detengo en algunos ejemplos reveladores:
“Flexibilización laboral” suele encubrir la pérdida de derechos, la proliferación de contratos temporales, sueldos bajos o jornadas impredecibles.
“Mercado laboral dinámico” suena moderno, pero suele traducirse en alta rotación, inseguridad e imposibilidad de planificar una vida estable.
Cuando una empresa anuncia la implantación de una “cultura de la eficiencia”, prepárese: probablemente se avecina la imposición de hacer más con menos —más productividad con menos personal o recursos.
Estos términos no solo suavizan el discurso, sino que modifican nuestra percepción de la realidad. Lo que podría resultar alarmante si se nombrara con claridad, a través de eufemismos se vuelve aceptable, técnico o incluso se presenta como mal menor o inevitable. Los eufemismos ponen anestesia en el cerebro para que nos duela algo menos la realidad. Esto no siempre es malo, pero si nos aturde o disfraza la verdad hasta confundirnos, su bondad desaparece.
Tal vez en la escuela deberían entregarnos un diccionario de eufemismos antes de echarnos al mundo. Nos sería útil para entenderlo, pero también para aprender a decir, sin decir, todo aquello que no queremos decir o no nos atrevemos a nombrar.
La primera vea que oí, de niño, que alguien había “pasado a mejor vida” pensé que le había tocado la lotería, pero resulta que se había muerto.