El dilema de la manta corta.
Quien se alzó en el cónclave con ese noventa y nueve por ciento largo que huele a unanimidad, se había fijado dos metas: gobernar en solitario y alcanzar los diez millones de sufragios.
El dilema que plantea la vieja metáfora ilustra el intento de taparnos al mismo tiempo, tanto la cabeza como los pies, cuando la manta no llega para ambos extremos. Así andamos, tirando de un lado y dejando al aire el otro.
Apenas se apagaron las luces, el opositor empezó a darle vueltas a las relaciones con esa derecha que asusta a unos y anima a otros.
Euforia desinhibida
Con interrogantes, riesgos y alguna oportunidad, el congreso quedará como ejemplo de euforia, que deja a un lado prolijos complejos.
Y ahí anda el PP, preguntándose a quién cortejar: ¿al socialista cansado de tanto sanchismo?, ¿al centrista que coquetea con la izquierda?, ¿o al de la derecha extrema, ya convencido de que su voto vale?
El miedo, ese viejo compañero de viaje, es claro: que el electorado se arremoline en el último momento para frenar la entrada del tercer partido en el Gobierno. El eficaz espantapájaros.
El penalti fallado
No hay que olvidar el penalti fallado, que las heridas de hace dos veranos aún escuecen. La derecha, entonces, desaprovechó la ventaja tras el descalabro socialista en autonómicas y municipales. No acudió al debate electoral y la campaña –verano azul– errática, acabó en resbalón.
El panorama, lejos de aclararse, sigue enrarecido. Están pendientes factores concluyentes que galvanicen el ánimo: la sobredosis de perdón, con Europa decantada por la autoamnistía; una corrupción elefantiásica y transversal; la deriva casacional del Constitucional; Trump, Israel, Marruecos… entre otros .
Impaciencia y abstención
A todo ello se suma un doble riesgo: la impaciencia, que desbarata estrategias, y la abstención. El 23J, más de doce millones de españoles no acudieron a votar. La mayoría silenciosa no siempre es mayoría dormida.
Neutralidad imposible
No vivimos tiempos de normalidad democrática, sino de encrucijada. El dominio fáctico del separatismo, junto a una autocracia que va colonizando instituciones y quebrando la separación de poderes, exige posicionamientos claros. No cabe la neutralidad.
Hemiplejía moral
Durante el finde glorioso, el aspirante proclamó: «No acepto que la nación española esté enferma». Tal vez sí lo esté: de hemiplejía moral, como advirtió Ortega. Quizá ese sea el mayor problema: la clausura del pensamiento crítico, el miedo a mirar de frente.
Quien ha transitado entre la indefinición y el equilibrio imposible sin desvelar el corpus ideológico que le empuja, habría que preguntarle si ha comprendido que el país está roto, que el guerra-civilismo sigue ahí, agazapado.
El peaje de la moderación
La compostura de la centralidad, peaje para un partido cuya inocencia enternece, solo le da legitimidad si promete no moverse. Una domesticación que desactiva el temor al extremismo y anestesia el debate. Pero gobernar sin anestesia exige coraje.
El proscenio no admite siestas: deuda desbordada, pensiones, impuestos, natalidad, inmigración ilegal. Si llega al poder, no habrá luna de miel: vendrán huelgas, mareas de descontento… y la vieja cantinela de los recortes. Ganar no será sinónimo de gobernar en paz.
Colusión sistémica
La cuestión de fondo es cómo romper la colusión entre el sistema político y el modelo autonómico, que erosiona la cohesión nacional y distorsiona la democracia representativa.
No puede ser que la gobernabilidad dependa de quienes buscan la disolución de España, ni que el Parlamento funcione como zoco, donde se trafica con leyes y presupuestos al mejor postor, al servicio de una construcción plurinacional encubierta.
En este limbo, urge afinar prioridades: ley electoral, inmigración, corrupción… Resulta inaceptable que partidos separatistas, con pocos votos y mucha voz, dicten el rumbo de un país de cuarenta y siete millones. Hoy, un prófugo con menos de cuatrocientos mil votos marca la agenda del Gobierno.
Hay que poner un umbral mínimo de representación, blindar la independencia judicial, dar autoridad a la Guardia Civil en todo el territorio y frenar la inmigración ilegal mediante un sistema eficaz.
Todo o nada
Ante la anomalía y la fragmentación, gobernar en solitario no es antojo, sino necesidad. No es fácil, pero tampoco imposible, siempre que nadie meta la pata ni se meriende la cena. Lo dijo Proust: «A veces creemos que el presente es el único estado posible».
La disyuntiva de la manta corta es intuición de viejo: para esquivar su efecto, hay que dejar de pensar que solo existen dos opciones: lo malo y lo peor.
El tiempo del Gobierno dependerá de cómo evolucionen las causas judiciales abiertas. Iremos viendo…