Ya está. Ya pasó. ¿Y ahora qué? El parlamentarismo español está tocado del ala, vuela mal, se la va a pegar. Una vez más un debate en las Cortes Generales me deja con sabor agrio. De un acto de esos se esperan conclusiones o, por lo menos, que a veces no hay más, la brillantez de los discursos. De este que acaba de celebrarse sobre la necesidad de poner coto a la corrupción, sin embargo, no hubo nada de ninguna de esas dos cosas.
De lo que se iba a hablar, y les pido que no me crean parcial, solo Pedro Sánchez pronunció más de una frase. Los demás intercalaron menos de una en un discurso orientado, más que a atacar a la corrupción, a corromper el parlamentarismo. El presidente del Gobierno enumeró una ringlera de propuestas que yo no estoy en condiciones de evaluar, porque me falta cualificación; esperaba que, oyendo a los demás decir eso sí, eso no, ahí se equivoca, lo que yo propongo es esto otro, me resultaría posible corregir el desconocimiento, pero no fue así. Solo logré saber que este es un tramposo, ese un putero y aquel otro más falso que las monedas de chocolate. De lo que se decía que se iba a decir y yo estaba dispuesto a escuchar, nada de nada.
¿Le pasaría lo mismo al resto del personal? Cinismo aparte, puede que al menos no de manera tan extrema, pero solo o más que nada porque pocos hayan seguido el evento televisivo. Para mal de la democracia, son muchos los que pasan de estas cosas, negándose a buscar opinión ni propia ni ajena. No es costumbre nueva, pero ahora, en tiempos de tan aguda mediatización y tergiversación mediática, es especialmente peligroso: acabarán formándose una, eso sí, pero más de regurgito que de pensamiento. Sin razonamiento. Solo de oídas.
Y óiganme, otra cosa: ¿se puede depositar alguna confianza en quien habla con la boca sucia? Lo pregunto porque alguno de los intervinientes en el debate hizo gala exagerada del mal hablar. Mi madre, que Dios guarde, le hubiese zurrado con la zapatilla. Y yo, menos expeditivo que mamá, le daría la espalda para siempre jamás.