El mazo de un juez. / Shutterstock
-¡Necesito una tarima!
Un juez que acudió a interrogar a un testigo a su puesto de trabajo pidió, angustiado, que le facilitaran una tarima. No soportaba dirigirse al interrogado hallándose ambos a la misma altura sobre el nivel del mar.
La tarima como ansiolítico, de eso va esta historia.
Hay gente que combate la angustia con unas alzas en los zapatos. ¡Que se suban a una silla!, dirán algunos. No es lo mismo: en la silla parece que estás huyendo de un ratón. Produces pena, lejos de dar miedo. La tarima tiene la altura justa para marcar tu superioridad frente al mundo. La tarima es un opiáceo de la familia del púlpito. Estos artefactos, que se inventaron para que la gente pudiese mirar, han devenido instrumentos de admirar. Hay jueces que, como los bailarines de flamenco, ya no saben ejercer su oficio fuera del tablado. Tantos años de estudio, tantas oposiciones, tantas dioptrías y al final lo único que realmente se necesita para arbitrar como Dios manda es una plataforma. Quizá también un mazo y, ya puestos, una toga. Frente a la escenografía adecuada, sobran todos los códigos. La tarima como herramienta epistemológica, no se lo pierdan. La tarima hace al juez como el hábito al monje.
La tarima, como prótesis de la autoridad perdida, puede resultar tan eficaz como un brazo de titanio, como una pierna artificial computarizada. La tarima te eleva por encima de la duda, del miedo, quizá del pánico a no estar a la altura. ¿A quién se le ocurriría convertir la altura física en metáfora de la estatura moral? Tal es el problema de pensar en metáforas, uno de los vicios más profundos de los seres humanos. De ahí el desprecio que sentimos por la lombriz y, en general, por los animales que se arrastran. Ahora bien, coloque usted a un gusano en alto. Oblíguese a observarlo desde abajo durante mucho tiempo y no tardará más de dos horas en considerarlo un ser superior. Quizá lo sea. Muchos de ellos acaban convertidos en mariposas. No fue el caso del juez de nuestra historia.