Explicaba hace unos años Óscar Pereiro, el ciclista gallego que ganó el Tour de 2006, que corriendo un Giro le dijo a Álvaro Pino, que por aquel entonces era su director deportivo. “Vaya paisajes más bonitos. Precioso el lugar por el que hemos pasado hoy”. El comentario le valió una reprimenda de su técnico. “¿Te has fijado en los paisajes? Eso quiere decir que no te has esforzado demasiado”.
En efecto, los ciclistas, sin que se enfaden, compiten muchas veces como si llevasen orejeras. Sólo miran el ciclocomputador para ver si el ritmo que imprimen es suficiente o se puede mejorar y tan sólo están pendientes de la rueda trasera de la bici del corredor que llevan delante para no tropezar y darse un lechazo. Paisajes, efectivamente, lo que se dice paisajes, pocos ven.
Ciudades desconocidas
De hecho, ni saben dónde pernoctan, porque llegan al hotel medio dormidos, en el interior del autocar, que los deja a la puerta del establecimiento y les da igual estar en Lille, que en Rouen, que en Rennes o que en París. Ellos van a lo suyo, competir de mediodía a media tarde, cenar y luego descansar tratando de conciliar el sueño el máximo de horas posibles.
Difícilmente un corredor profesional podría hacer una guía de viaje por Francia. Recuerdo, hace un tiempo, como un famoso ciclista español estiraba las piernas a las puertas del hotel, el mismo que ocupaban los periodistas. “¿El Tour os busca el hotel y os lo paga?”, comentaba como si viviese en otro mundo. “Va a ser que no”, se le contestó. El Tour lo único que facilita es una acreditación para que el informador y el coche que conduce se puedan mover sin problemas por las carreteras y las zonas acotadas de la carrera. Nada más.
La historia de Dunkerque
Ellos, por ejemplo, ni tuvieron el lunes tiempo de admirar Dunkerque o sumergirse por la historia y fijarse en las casas de todas las calles de una ciudad más o menos moderna, porque no hay edificios viejos. Todos quedaron destruidos en 1940 por la artillería y la aviación alemana. Terminada la contienda mundial se tuvo que reconstruir la ciudad, que creció con edificaciones que, en algunos casos, trataban de imitar a las casas destrozadas por las bombas.
Tampoco pudieron observar los restos con marea baja de algunos barcos destrozados y no pudieron cumplir con el objetivo de evacuar a la costa inglesa a los soldados británicos que habían quedado atrapados entre la artillería alemana.
Ni siquiera enterarse de que el transporte público en Dunkerque es gratuito. Nadie paga el autobús porque las autoridades municipales han decidido que si los vehículos se mueven eléctricamente y no consumen combustible por qué cobrarles a los vecinos.
La gastronomía local
De la gastronomía local, ya no digamos. Los equipos viajan al Tour con furgón comedor y una cocinera o cocinero que les prepara el menú recomendado por los preparadores físicos. Son también estos cocineros, ayudados por algún auxiliar, los que cada mañana se desplazan a los supermercados de la zona del hotel para comprar los víveres necesarios para la alimentación de los corredores. Los auxiliares, eso sí, suelen comer en los salones de los hoteles y, por lo menos, alegrar la velada con alguna cerveza o copa de vino, bebidas prohibidas para unos ciclistas que en el fondo viven del arroz, la pasta, la carne y el pescado a la plancha.
Por eso, poco turismo hacen en el Tour, sea el caso de Dunkerque o de este martes cuando lleguen a Rouen, la capital de Normandía. Lo único que verán de la ciudad serán las imágenes repetidas de la llegada a través de la tele de la habitación, el móvil o el ordenador personal. Nada más. Así es la vida espartana de un ciclista durante las tres semanas que dura la competición.
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