Con el viento a favor y tras una vacilación inicial de su líder, el Partido Popular ha adquirido un compromiso ante los españoles que deberá cumplir si no quiere sumarse a la zozobra de incredibilidad política. En este contrato figura la arriesgada promesa de no gobernar con Vox poniendo el punto de inflexión en los problemas que acarrean las dudas sobre hacerlo. El estigma ultra –ganado muchas veces a pulso, otras inducido– del partido de Abascal ha terminado por ser un escollo no solo en las urnas para los populares, a la vez se ha convertido en el balón de oxígeno de Sánchez para invocar el miedo a una involución.
El Partido Popular cuenta con amplitud para expresarse desde los planteamientos democristianos y conservadores a los liberales y mantener así viva la confianza de su electorado, pero para acercarse a los votantes de centroizquierda hastiados del sanchismo no sirve únicamente con abrazar algunos principios socialdemócratas como ha hecho ya otras veces; ahora es necesario ahuyentar la presencia marcada a fuego de Vox. Las palabras de Núñez Feijóo toman además un significado capital después de los «no pactaré nunca con Bildu» o «no dormiría por las noches si gobernara con Podemos», de Pedro Sánchez, el mismo autor de «jamás aprobaré una amnistía» para los sediciosos golpistas del 1-O. El líder del Partido Popular ha recalcado también que no se va a someter nunca a las exigencias de los nacionalistas. ¿Someter? Evidentemente, confía en poder gobernar en solitario: si pretende abstraerse de esa ponzoña que envenena la vida política necesitará de una amplia mayoría aunque solo sea para poder enfrentarse al chantaje permanente. El PP, no hay que olvidarlo, desperdició dos mayorías absolutas que le hubieran permitido reformar la ley electoral quitándole al nacionalismo la abultada representatividad que tiene en las cámaras.
Suscríbete para seguir leyendo