Instrumentos de química en un laboratorio / Agencias
El pasado 8 de julio de 2024, Micaela Suárez Hernández, mi madre, falleció de manera inesperada y repentina. Querría, como Cervantes con aquel lugar de la Mancha, no acordarme de ese día, pero lo cierto es que me acuerdo. Una y otra vez.
Nacida en el barrio de La Isleta, fue la menor de tres hermanas a las que años después se les unió el ansiado varón. Adoraba a su padre, con quien disfrutaba bromeando acerca del disgusto que para él supuso (algo que mi abuelo siempre negó) comprobar el hecho de que al tercer embarazo tampoco fue la vencida.
De sus padres aprendió que el esfuerzo diario y discreto era la receta para progresar y que, por el contrario, en la ostentación, simplemente no crece la hierba. Orgullosa de sus orígenes, siempre que pudo fue fiel a su cita con la procesión de la Aurora de la Virgen del Carmen en su barrio de nacimiento a eso de las 5:30 de la mañana de cada 16 de julio y le gustaba recordar a mi padre con socarronería que él, nacido en la calle Albareda, no era de La Isleta sino de la playa. Fuera mi padre o no del barrio (yo nunca quise tomar partido acerca de si la calle Juan Rejón marcaba ese límite territorial), lo cierto es que desde que lo conoció supo que se iba a casar con él. Se lo dijo a sus padres con una convicción asombrosa, impropia de una adolescente de 14 años.
Se licenció, no sin cierta dificultad, en Ciencias Químicas por la Universidad de La Laguna. Reconocía con humildad que no fue una alumna excepcional, pero esto no impidió que iniciara una carrera profesional dedicada íntegramente a la docencia, primero en la Universidad Laboral (hoy IES Felo Monzón) y después en el IES Guanarteme. Cuando llegabas a tercero de BUP y te topabas con las oxidaciones, los enlaces covalentes y la formulación, tener una madre profesora de Química era una bendición. Pero si, además, tu madre tenía un don natural para la enseñanza, aquello se convertía en un tesoro a custodiar y a compartir por partes iguales.
Recuerdo con nitidez cómo mis amigos y yo nos reuníamos en casa para prepararnos para los exámenes y, cansados de luchar con problemas aparentemente irresolubles, acudíamos a mi madre en busca de auxilio. Ella se sentaba con nosotros en la mesa de la cocina, cogía un par de folios en blanco, comenzaba a escribir de manera ordenada y, de repente, lo oscuro se tornaba claro, y lo que antes era incomprensible, quedaba a la altura de un juego de niños.
Pero, sin duda, mi momento favorito era cuando alguno de mis amigos presenciaba por primera vez a mi madre en acción. Sabía exactamente lo que sucedería al cabo de pocos minutos después: tras resolver el problema, mi amigo apartaría la vista de los folios, dirigiría su mirada hacia el techo de la cocina y, esbozaría una sonrisa, exclamando: «¡Ahora sí que lo entiendo!». Era un ritual mágico que me fascinaba. También me consta que, especialmente en el IES Guanarteme, donde era la más veterana de las profesoras del área, mi madre desplegó esa misma magia para convertirse en una maestra de maestras, dejando una huella imborrable en todas sus colegas.
A mi hermana, a mí y a todos y todas aquellos y aquellas que pasaron por aquella cocina de azulejos verdosos de la calle Carlos Mauricio Blandy, siempre nos inculcó la importancia de estudiar, de esforzarnos y de aspirar a más. «El que algo quiere, algo le cuesta», solía decir. Para mi madre, el camino para ello pasaba, irrenunciablemente, por estudiar en la universidad. Por eso, muchos años antes, mi padre y ella no dudaron en llevarnos a mi hermana y a mí a aquella histórica manifestación de mayo de 1988 en la que Gran Canaria entera se echó a la calle para exigir que la isla tuviera una universidad plena, pues estaba convencida de que, el tener una universidad propia, brindaría a muchos jóvenes la oportunidad de acceder a una educación superior y, con ello, a un futuro mejor.
Ahora, desde la serenidad que me da el paso del tiempo, echo la vista atrás y veo con claridad que no es casualidad que yo supiera que, después de completar mis estudios, quería ser profesor universitario. Al fin y al cabo, lo que yo deseaba, mamá, era seguir tus pasos e intentar hacer felices a los demás con la misma magia que tú desplegaste como docente. Ahora sí que yo también lo entiendo. Te mando un beso junto con una canción de Barbra Streisand.