La sucia espuma política nos aleja de los argumentos centrales y de atender a la conexión entre lo que pasa y la experiencia histórica. La obsequiosidad de Mark Rutte, secretario general de la OTAN, hacia Donald Trump no es un trance acaramelado: de una parte, es un intento por evitar el fraccionamiento de la Alianza Atlántica y, a la vez, el eco de una dependencia fundacional, porque los Estados Unidos han aportado siempre más a lo que fue la de Inglaterra, Francia o Holanda.
Y es un hecho que, hasta ahora, el artículo 5 del Tratado solo ha sido invocado una vez, cuando el ataque contra las Torres Gemelas en el año 2001. Desde abril de 1949, la OTAN ha sido una de las coaliciones más atinadas de la historia, con los tanques soviéticos a las puertas de la vieja Europa. Cayó el muro de Berlín. Todo eso algo tiene que ver con nuestra libertad.
Ahora, como se ha visto en la cumbre de la OTAN en La Haya, mientras Putin bombardea Ucrania y China se hace con una marina de guerra potentísima, lo que ocurre es que el inquilino de la Casa Blanca es un ser pendenciero, ajeno a los usos diplomáticos, un ego paquidérmico con tretas de niño malo.
Eso incomoda a la mayoría de socios europeos de la OTAN, pero la prioridad no es enfrentarse a Trump sino preservar la OTAN, porque las tesis sobre el fin de la historia eran ilusorias y la guerra siempre será guerra, con arcabuces o con drones. El primer deber de un Estado es proteger a sus ciudadanos de amenazas exteriores.
Por eso los líderes europeos –en general– suspiran y confían en que algún día haya otro presidente norteamericano, más tratable. Aun así, saben que hay que elevar su aportación a los presupuestos de la OTAN. Todo eso pesa más que los ademanes hirientemente desdeñosos de Trump o la versión maniquea de Europa que propala su vicepresidente. Es un componente actual de la Casa Blanca, pero hubo otro con el plan del general Marshall y con Dean Acheson y su impulso a la OTAN. Si nos retrotraemos al Congreso de Viena, que intentó recomponer los destrozos de la era napoleónica, lo que importan no son los bailes ni el libertinaje sistemático sino los resultados.
Siglos después, Europa tiene un sistema institucional, una Unión Europea a veces bizantina pero que ya cuenta con 27 socios y vienen más: no hubo efecto Brexit. Luuk Van Middelaar subraya que el origen de un orden político europeo es un devenir lento, entre crisis y dramas. Hay una desproporción enorme entre la instantaneidad de un clic en el teclado de un trader y el largo proceso legislativo de 27 países. Lo mismo podría decirse del sistema decisorio: es todo lo contrario de una república presidencial. Eso hace muy moroso decidir en materia de defensa y seguridad.
La OTAN ha vivido no pocas crisis, pero lo cierto es que sigue ahí y el pacto de Varsovia no. Quedan Putin, el terrorismo y el enigma chino. ¿Para qué la OTAN? A pesar de todo, los Estados Unidos y Europa se necesitan mutuamente.
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