Podría haber sido un lunes como otro cualquiera en el Alicante de principios de los 90. Como todas las mañanas, José abre muy pronto su pequeña imprenta, sita en la calle José María Py esquina Pérez Galdós. Todo parece igual que siempre pero hoy no va a ser el mismo día repetido. No son ni las 8:00 y ya ha entrado el primer “cliente”.
Buena planta, raza negra, alto… muy alto (en torno al metro noventa), treinta y muy pocos años y, dentro de lo ya por sí inusual, tal vez lo más llamativo sea que viste completamente de azul. Camisa, chaqueta, pantalón… hasta los zapatos son azules. José no le conoce, nunca le había visto. Al típico “buenos días, ¿qué desea?” que pregunta el impresor le sigue un sospechoso e inquietante “vamos dentro y le explico” del forastero en un castellano más que aceptable (sintomático de que no era un recién llegado a España) y que incluso resulta más entendible por el lenguaje corporal que por su pronunciación. José, que prefiere minimizar riesgos, opta por quedarse junto a la puerta y le pide que le cuente qué quiere con un escueto “le escucho”. “Mire, soy Abdul Malik, príncipe de los Nipe, una tribu nigeriana. Hace unas semanas salí de mi país como pude, en busca de un futuro mejor para mi familia… y conseguí huir con una pequeña parte de mi fortuna…”.
En ese momento, el nigeriano pone un antiguo y desgastado maletín verdoso sobre una vieja guillotina, lo abre y muestra una importante cantidad de fajos de lo que parecen ser billetes, todos ellos tintados de color negro azabache. Los ojos de José muestran más recelo que sorpresa. Es como si esa película la hubiera visto antes. “Los he pintado para poder salvar controles y aduanas. Hay cien fajos y en cada uno hay cinco mil doláres, en total hay medio millón”. A continuación, Abdul saca un spray de su bolsillo, coge un billete y, ante la atónita mirada del impresor, lo rocía por completo y, al cabo de unos segundos, aparece la cara de Abraham Lincoln. Voilà: el papel negro se había convertido en un billete de cinco dólares americanos. Ahora, después de la explicación y la exhibición, sólo hacía falta la proposición. Indecente, por supuesto.
“Mire, estoy desesperado, necesito dinero urgentemente para poder establecerme en Alicante y yo no puedo cambiar esto por pesetas. Le propongo un trato: le vendo el spray y el maletín a cambio de cinco millones de pesetas”. Aproximadamente sesenta millones a cambio de sólo cinco kilos. El pacto parecía más que ventajoso. Tanto que no podía ser verdad. El tal Abdul Malik no se parecía precisamente a Tony Leblanc ni a Antonio Ozores pero aquel impresor sabía que estaba ante un timo de la estampita de manual. Obviamente, no coló y José le pidió amigablemente que se fuera de la imprenta. Al salir Malik, José miró por la ventana y vio como el africano se dirigía a la tienda de enfrente. Apenas unos días después, la prensa local se hacía eco de varias estafas en la zona con el mismo modus operandi. Debe ser que, a diferencia del impresor, algunos/as todavía creían en los príncipes azules…
Un príncipe en la ONU del fútbol
Almendralejo, provincia de Badajoz, 3 de febrero de 1997. Aquel vestuario era la ONU futbolística. Además de -como es lógico- españoles, había jugadores serbios, croatas, argentinos, portugueses, franceses, rusos, peruanos, austríacos, suecos… Hasta un príncipe. Nigeriano para más señas. Pero este era de verdad, no como los de los timos. Peter Rufai, hijo del Rey de Idimu, había llegado a Alicante procedente del Farense luso con vistas a paliar los problemas que estaba teniendo el Hércules en la portería. Estábamos en el ecuador de la temporada 96/97 y ni el canterano Marí -que acabó encajando 43 goles en 24 partidos- ni mucho menos el galo Gaetan Huard (20 en 10) habían conseguido echar el cerrojo al marco blanquiazul. Los herculanos, aquel día, se enfrentaban al Extremadura en un partido clave.
Con 21 jornadas disputadas, los dos equipos se encontraban en la zona caliente de la tabla y el miedo a quemarse del todo iba a pesar demasiado en el césped del Francisco de la Hera: tras noventa minutos sin fútbol y con más miedo a perder que otra cosa, empate a nada y condena momentánea para ambos (los locales seguían últimos mientras los alicantinos continuaban en puestos de descenso a Segunda, a dos puntos de la posible salvación).
Aquel fue el primer partido de los diez que llegó a disputar Rufai con el escudo del Hércules en el pecho. Diez encuentros en los que encajó diecisiete tantos, recibió tres tarjetas (una de ellas roja) y no mejoró demasiado -o, al menos, no lo suficiente- a ninguno de sus predecesores en el marco blanquiazul.
Mirada aguileña, sonrisa perenne, artesano del buen rollo en los vestuarios. Torpe con el balón en los pies pero ágil y rápido como un felino bajo palos. El nigeriano nunca fue un portero fiable y eso quedó plenamente demostrado en su etapa herculana, más por su tremenda irregularidad que por los goles recibidos. Y es que, el de Lagos era capaz, en un mismo partido, de hacer una parada que para la inmensa mayoría sería la mejor de su vida y, en la siguiente jugada, recibir un gol que sólo encajan los porteros en los patios de colegio.
Aquella temporada, la de la vuelta a Primera tras diez años, todo fue un desastre. Incluso desde antes de empezar, con aquella “no continuidad” de Manolo Jiménez, no exenta de polémica, tras haber logrado el ascenso de forma brillante la campaña anterior. Asimismo, la llegada masiva de jugadores con el sello de Bahía Producciones (muchos de ellos de más que dudosa calidad) tampoco es que ayudase mucho. Fue, en definitiva, un año malo y extraño a partes iguales, puesto que el Hércules nunca dio la sensación de poder salvar la categoría -de hecho, nunca salió de los puestos de descenso- y, sin embargo, fue capaz de ganar los dos partidos al Barcelona de Guardiola, De la Peña y Ronaldo. Y en ambos remontando.
El primero, el mítico 2-3 del Camp Nou, coronado con el golazo de Rodríguez y todavía sin Rufai en el equipo, fue llamativo, muy sorprendente. El segundo, en las postrimerías de la temporada, con el Hércules ya descendido matemáticamente, se vivió de forma dramática en Barcelona, pues la victoria alicantina con goles de Paquito y del malogrado Pavlicic, ponía la Liga en bandeja al Real Madrid. Precisamente este fue el último partido que jugó Peter Rufai en el club alicantino.
Rey de los desdichados
Curiosamente, el siguiente destino del portero nigeriano sería otro equipo blanquiazul, el Deportivo de La Coruña. Rufai había pasado del Hércules a la Torre de Hércules, de los herculanos a los herculinos. En terras galegas militaría dos temporadas en las que, como recambio del camerunés Songo´o, jugaría únicamente nueve partidos. Pobres números, incluso peores que en Alicante. Sin embargo, en sus dos años como deportivista jugaría su segundo Mundial (fue uno de los verdugos de la España de Clemente en Francia 98), sería testigo de excepción del inminente Súper Dépor que se estaba fraguando y recibiría una noticia que a cualquiera le habría cambiado la vida.
Fue en febrero de 1999 cuando, tras fallecer su padre, fue reclamado por su familia para que ocupara la posición que por derecho dinástico le pertenecía. Este hecho, insólito en el mundo del fútbol, provocó un maremágnum en la prensa deportiva de la época (especialmente y cómo no en la coruñesa). Rufai había pasado del semianonimato que le concedía la eterna suplencia en el Dépor a tener todo el protagonismo de los medios, a ser una estrella de rock a la salida de cada entrenamiento. Precisamente, a la conclusión de uno de ellos, ante la avalancha de preguntas de los reporteros, un Rufai abrumado y poco acostumbrado a la notoriedad dejó claro con un explícito “no lo quiero, no lo quiero” que no se iba a sentar en el trono de Idimu. Y no lo hizo. Nunca quiso hacerlo. Hasta el punto de afirmar, en una posterior entrevista, que nunca había querido vivir en un palacio, con guardaespaldas y con una fortuna que no se había ganado con su trabajo.
Rufai, tras su paso por España, regresó de nuevo al fútbol portugués. Fue allí, en el modesto Gil Vicente, donde concluyó su carrera deportiva. En el club de Barcelos tampoco le fue especialmente bien a Dodo Mayana -como se le conocía en Nigeria- pues volvió a estar abonado al banquillo, jugando únicamente un partido de la Primeira Liga. Desde su retirada hasta hoy, ha seguido alejado del poder, ha creado un par de escuelas para porteros -una en España y otra en Nigeria- y participa en numerosas iniciativas en favor de los niños desfavorecidos. Será que Rufai es de los que piensan que no hay mejor trono que la sonrisa de un niño… Dedicado al impresor: mi padre.
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