Imagen de archivo de los San Fermines. / Eduardo Sanz
Llegados los sanfermines siempre me acuerdo de las madres. Ellas son lo primero que me viene a la cabeza en las vísperas del chupinazo. De nuevo toca sufrir. Incertidumbre mañanera y el deseo de que San Fermín ponga un capote a sus vástagos para que no ocurra una desgracia. Me cuesta acostumbrarme a esta fiesta tan fotogénica. Todo lo que tiene de carga televisiva lo posee de riesgo y adrenalina. La fiesta no apela al raciocinio sino a las emociones. Pero al final, detrás de todo y de todos, están las madres.
Recuerdo una entrevista encantadora con la directora de Españoles en el mundo, Carmen Jiménez, en la que explicaba con una claridad meridiana que el secreto del programa estribaba en las madres, si acaso en las tías y las abuelas de los ciudadanos que comparecían ante las cámaras en cada entrega.
Lo que no se hace por una madre no se hace por nadie. Y la directora reconocía que en muchas ocasiones eran las propias madres las que se ponían en contacto con el programa haciendo de mediadoras con sus hijos para de este modo poder verlos en su contexto a través de la televisión. Me emocionó conocer este procedimiento, treta completamente lógica a la hora de lograr sus objetivos. Cuántos retoños habrán accedido a participar en este formato extendido a todas las teles autonómicas con tal de complacer a sus progenitoras.
Por eso llegado san Fermín me acuerdo de esas mismas madres de Españoles en el mundo, de cuánto tienen que sufrir hasta que se cierre el ciclo de encierros el próximo 14 de julio. Creo que los reporteros deberían entrevistarlas a ellas antes y después de las carreras por la calle Estafeta. Seguro que sus testimonios valen oro.