La excepción soy yo
Tras cerrar con el secretario general de la OTAN un arreglo de última hora, marcado por la doctrina de «hacer de la necesidad virtud», el presidente del Gobierno se presentó en la cumbre de La Haya, camuflando la ausencia de Presupuestos y eludiendo el debate parlamentario.
Para el jefe de la Alianza urgía disipar nubarrones y mantener la unidad en torno al incremento del gasto militar (5%): una declaración de intenciones para disuadir agresiones y evitar el desapego de su principal valedor.
El presidente español, apelando a la soberanía fiscal y a la prioridad social, optó por demarcarse del consenso emergente y defendió su propia senda: un 2,1% del PIB. Más gasto, sí, pero ni al ritmo ni con la intensidad exigidos por Washington.
Para justificar su posición, esgrimió un argumento poderoso en clave doméstica: proteger el Estado de bienestar frente al rearme militar.
¿Cómo explicar a la ciudadanía la necesidad de recortar sanidad, pensiones o educación para quintuplicar las capacidades de defensa aérea o adquirir miles de aviones, tanques y drones? La respuesta es evidente y el respaldo electoral, previsible.
Pero en un debate sobre defensa, invocar el bienestar frente a amenazas existenciales puede reactivar una trampa saducea –eso que ahora llaman control reflexivo– que tan temerariamente practica DT, amo y señor de la biosfera occidental.
La maniobra, más política que técnica, combinó una operación de salvación personal con una escenificación de disidencia. Una fractura invisible pero palpable, que abre interrogantes sobre el futuro.
Presentar como convicción lo que es debilidad táctica generó incomodidad: «la excepción soy yo». Deliberadamente alejado del resto de líderes, escenificó un plante inédito, dejando en el imaginario occidental la imagen de alguien aislado e imprevisible.
En román paladino: un gesto populista que se ha vuelto contra su autor. Al proyectar soberanía pretendía reforzar su posición interna –erosionada por frentes judiciales– pero ha terminado debilitando la exterior. Todo ello, invocando un «pacifismo» incorregible y elevando la excepción a categoría política.
La cumbre concluyó con un comunicado que evitó mencionar expresamente a España: «los aliados» –no «todos los aliados»– habían acordado el 5%. Lo inquietante no fue la cifra, sino el espectáculo que dejó perplejos a muchos.
Quien aseguró que España no gastará más del 2,1% del PIB firmó un documento comprometiéndose a alcanzar al 5%.
Minutos después de suscribir el acuerdo, el Presidente lo negó, avivando la desconfianza de quienes ya lo observaban con recelo.
No hay excepción, ni dispensa, ni cláusula ibérica. Lo pactado es una hoja de ruta común, con plazos flexibles pero destino compartido. Se confundió firmeza con un regate porcentual. La respuesta raquera de DT, sin ahorrar amenazas, no se hizo esperar. El resultado: devastador. No se ha priorizado la unidad sobre la disidencia.
A la vista del polvo levantado el presidente presume ahora de frugalidad en materia de defensa y busca rebajar la tensión. Pero ya no queda escudo retórico que lo proteja.
Si hoy se refugia en la ambigüedad, mañana el país puede verse forzado a elegir: aumentar el gasto o asumir la irrelevancia. Ya no será cuestión ideológica, sino de supervivencia geoestratégica.
Las prioridades del Gobierno de coalición siguen ancladas en lo doméstico: contentar a los independentistas, apagar fuegos familiares y contener las fisuras abiertas por los secretarios de Organización.
¿Qué gana España con la OTAN? Lo esencial: pertenecer a un sistema de defensa colectiva. El artículo 5 del Tratado estipula que un ataque contra un aliado será considerado –y defendido– como un ataque contra todos.
Quedan tareas pendientes: explicar con claridad por qué el gasto debe alcanzar el 5% o el 3,5%, transparentar el destino de los fondos y eliminar duplicidades e ineficiencias que solo una verdadera defensa común europea permitiría resolver.
Frente a la amenaza rusa –prioridad de la OTAN–, el incremento del gasto militar se ha convertido en condición indispensable para disuadir aventuras expansionistas. Es una conclusión compartida por todos los aliados, salvo por España, que sigue mostrando reticencias.
Nuestro país ha jugado sus cartas con visión cortoplacista y torpeza táctica, dejando al descubierto su fragilidad estructural. La resistencia ha sido simbólica; el coste, tangible.
Este episodio revela cómo las urgencias domésticas pesan más que cualquier otro interés estratégico, y ayuda a comprender la actitud insumisa —alarde de disidencia— de quien se ha auto esquinado.
Quizá la explicación esté en casa. Pero ese cálculo interno ya tiene consecuencias fuera.