Especialista en castillos y culturas de la vieja historia. Del tiempo de la Edad Media, desde la caída del imperio romano hasta que el intrépido Cristóbal Colón pisó con sus pies en cualquier arenal de América. Siempre quiso ser medievalista, del pasado en tiempos de cuando nadie rezaba hasta escuchar truenos ni asustarse por los estruendos de los relámpagos en el cielo. El miedo de los habitantes en el Medievo se refugió en fortalezas y murallas crecidas piedra sobre piedra para parapetarse de las flechas y lanzas: de los odios de los invasores. Es catedrático desde hace quince primaveras, ha publicado una decena de libros y un centenar de trabajos de investigación. Y, sobre todo, es buen profesor: rigor, generosidad y vocación.
José Vicente Cabezuelo Pliego (1964) nació por decisión médica en una clínica maternal de Jaén. La madre andaba algo pachucha. Creció, jugó y algo aprendió hasta los ocho años en callejuelas de Castellar de Santiago, un pueblo cargado de pasado situado en la provincia de Ciudad Real, aunque de poco futuro. Su padre, José, regentaba un próspero almacén de maderas y aglomerados; la madre, que aún parece lozana, tiene dos nombres: María Dolores en el pueblo y Luciana en la vida. El abuelo de Cabezuelo pudo liarse con los nombres al inscribirla en el registro.
Para que el chaval, Pepe a partir de ahora, estudiara la familia decidió trasladar su domicilio a la provincia de Alicante, en un territorio fronterizo y curioso entre Elda y Petrer, donde operaban como practicantes o enfermeros dos hermanos de la matriarca, ya llamada Luciana. Los Cabezuelo tardaron dos o tres días o algo más en guardar en cajas de madera los enseres de la casa de Castellar de Santiago. El patriarca alquiló el camión y pagó por el trabajo de uno de sus amigos para transportar todas sus pertenencias y más recuerdos: ajuar, sábanas, cama y hornillo incluidos, entre el pueblo a un lugar de la media cuenca del río Vinalopó atravesando el desfiladero de Despeñaperros, entre aldeas y estrechas carretas en busca de futuro.
Pepe recuerda el largo viaje, casi interminable. Se instalaron en el piso de uno de sus tíos. El padre se empleó unos meses de guardián en un edifico en construcción. Poco después, el hombre operó hasta su jubilación de conserje en un garaje; la madre trabajó como cocinera en una guardería pública de Petrer. Pepe Cabezuelo fue buen estudiante: primero en el colegio Virgen de la Salud, más tarde en el instituto Azorín, en Elda. Por ser grandote, practicó el balonmano con los colegas de un barrio fronterizo entre las ciudades de Elda y Petrer, o al revés.
En 1982, ya huérfano de padre, inició sus estudios en la facultad de Historia de la Universidad de Alicante con sus entonces compañeros, que ahora amigos, como Juan Antonio Barrio, Rafael Zurita, Carolina Doménech y tantos otros, que permanecían más tiempo en garitos del casco antiguo de Alicante que en el campus.
Entre sonrisas, estudios y algunas fiestas, Pepe Cabezuelo acabó la carrera cinco años más tarde. En punto, curso a curso. Con una beca del Instituto Juan Gil-Albert hizo la tesina en el Archivo de la Corona de Aragón. Entre idas y vueltas y otras cuestiones pendientes, el ya becario profesor Cabezuelo concluyó su investigación sobre la guerra de dos reyes en tierras alicantinas: Pedro I de Castilla y Pedro IV de Aragón. El trabajó lo supervisó un equipo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), dirigido por María Teresa Ferrer, desde Barcelona, una de sus maestras en su área de conocimiento, como sus viejos profesores en Alicante José Hinojosa o Juan Manuel del Estal, que colgó el hábito de monje agustino para contar sus experiencias al alumnado en muchos campus.
Su tesis doctoral se centró en las políticas y los desmanes del Reino de Valencia en su área de estudio: los siglos XIII y VIV. Doctor desde 1996, Pepe siempre ha tenido atención especial por las cosas que transcurrieron en el Medievo, como miembro de la academia nacional de la materia. Regresó a la Universidad de Alicante. De eso hace tres lustros. Y también por amor. Estamos a mediados de los años noventa. Coincidió con amigos posiblemente cargados de tanto conocimiento como de dar cariño: Roque Moreno, Salvador Palazón, Juan Antonio Barrio, Silvia Caporale, Paco Franco y tantos otros.
“Conozco a Pepe hace casi 40 años y puedo decir, sin dudar, que nuestra amistad ha sido una de las más constantes y enriquecedoras de mi vida. Nos formamos juntos en las aulas y crecimos como historiadores: él apasionado por los ecos del medievo y yo por los desafíos de la contemporaneidad. A lo largo de las décadas, hemos compartido incontables conversaciones, proyectos, viajes y silencios”, comenta su compañero de ruta, el catedrático de Historia Contemporánea, Roque Moreno Fonseret.
Ha recorrido mil arrabales y navegado en algunos mares para explicar cosas viejas: cómo éramos y cómo somos. Quince años lleva Pepe como catedrático y metido en mil saraos. “Del Alicante medieval nos queda mucho por conocer. El castillo de Santa Bárbara y el puerto son sus referencias. Se ha de profundizar en su área portuaria como elemento dinamizador económico de la ciudad”.
Buen profesor. Un riguroso historiador del pasado que intentó ser rector. No lo consiguió. Tiene dos hijos: José Ángel y Alejandro, lejanos a contar viejas historias: son abogados del presente. Su pareja es Noemí, que pasa las jornadas laborales entre despegues y aterrizajes de aviones. La suegra se llama María Teresa, que poco vuela, pero está pendiente de todo lo que ocurre en la tierra y en los cielos.
Pepe Cabezuelo ha recibido muchos reconocimientos y paseos nobles por su trayectoria: “El mejor, la medalla de oro del pueblo de mi padre, Villanueva de la Fuente”, dice.
Un buen investigador del tiempo pasado en el que los temores de las personas y sus mandamases levantaron castillos de piedra y arena para defenderse de los invasores y de los miedos.