En algún momento remoto de la historia de la humanidad, alguien descubrió que, entre los días 23 y 24 de junio, ocurría un fenómeno singular: la noche más corta del año. Quien lo observó, probablemente lo interpretó como un instante cargado de magia, una especie de milagro que se repetía cada año. Fue así como surgió la idea de encender hogueras en honor al sol, al que consideraban una deidad poderosa, dadora de luz y vida.
Con el tiempo, esa celebración se convirtió también en una ocasión para formular deseos y hacer peticiones a esa fuerza superior. Se trataba de un acto de reverencia, de conexión con lo divino, donde el fuego no solo iluminaba, sino que también simbolizaba la purificación y la esperanza.
Siglos más tarde, con la expansión del cristianismo, este rito —como tantos otros de origen pagano— fue asimilado por la nueva religión. De forma inteligente, el cristianismo supo integrar estos elementos mágicos sin suprimir su esencia simbólica. Así, transformó la celebración en la festividad de San Juan Bautista, ubicándola estratégicamente en la supuesta fecha de su nacimiento. Es curioso, si se considera que la mayoría de los santos son conmemorados en el día de su muerte. Ese detalle no es menor: habla de un mensaje de renacimiento, de nuevos comienzos.
A la fuerza purificadora del fuego se sumó el agua. Desde entonces, en muchos lugares del mundo, al llegar la medianoche, las personas saltan las olas o se sumergen en ríos, como parte de un ritual de limpieza espiritual y emocional.
Y si de renacer se trata, ¿por qué no pedir un deseo? ¿Por qué no confiar en que el nuevo ciclo será mejor que el anterior? La fe —sea religiosa o no— tiene ese poder: el de hacernos creer que todo puede cambiar, que todo puede mejorar.
Ahora bien, más allá de lo mágico o lo simbólico, me viene a la mente una frase de John Lennon que resume una verdad profunda: “La vida es aquello que te va sucediendo mientras estás ocupado haciendo otros planes.” Desde mi perspectiva, poco importa si se trata o no de una noche mágica. Lo verdaderamente transformador, y aunque suene muy orteguiano, es la actitud de cada uno frente a la vida, la forma en que enfrentamos las circunstancias que nos rodean.