La República Islámica de Irán no ha cumplido con los compromisos adquiridos en materia nuclear. El Organismo Internacional de Energía Atómica ha informado que ha sido capaz de detectar en las instalaciones del país persa uranio enriquecido al 87%, lo que implica que el país de los ayatolás está a apenas 3 puntos del umbral que permite fabricar la bomba atómica. Esto genera un desasosiego difícil de calmar en toda la región. Además, permitir que Irán continúe con su desarrollo nuclear supondría forzar a los países árabes del entorno a emprender su propia carrera nuclear, con lo que los riesgos globales aumentarían exponencialmente. Es cierto que hay países que cuentan ya con capacidades atómicas; pero se trata de Estados que, al menos aparentemente, entienden lo ya conseguido como un medio disuasorio, más que como un arma real de ataque y destrucción.
Por eso otros contextos, como Corea del Norte y al igual que Irán, se salen de los márgenes delimitados dentro de un Tratado de No Proliferación Nuclear por el que sólo se les permitió la posesión de armas nucleares a los cinco Estados ya armados que, además, habían detonado un ensayo nuclear previo a 1967 y ocupan los sillones permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas: Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Rusia y China. Aun así, entrar en una guerra con Irán supone un gran riesgo hasta para EE.UU. Trump prometió no involucrarse en contiendas bélicas. Además, el neoyorquino sabe que la República Islámica podría vengarse de una intervención estadounidense atacando las bases norteamericanas asentadas en la región: las tres de Kuwait (fuerzas terrestres), la situada en Bahréin (que alberga el contingente naval y donde recala el cuartel general de la Quinta Flota), y la de Al-Udeid en Qatar (donde está desplegada la fuerza aérea). Otros contingentes susceptibles de ser atacados están dispersos por Siria, Irak, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos (todos ellos con el objetivo de proteger a Israel y a la propia Arabia Saudí).
Parece ser que Donald Trump ya le ha dado el visto bueno a una intervención militar en Irán; pero no desea cometer los errores del pasado (guerra del Golfo en 1990, y guerra en Irak en 2003). Además, sus dos asesores más estrechos (el vicepresidente J. D. Vance y el secretario de Estado Marco Rubio) desean calcular bien las consecuencias de una supuesta intervención, pues saben lo mucho que se juegan no sólo de cara a las elecciones de mitad de mandato de 2026, sino incluso en los comicios presidenciales de 2028 (y en los que cualquiera de ellos podría ser el designado como candidato republicano para suceder a Trump).
También Reino Unido, Francia, Emiratos Árabes y Jordania debaten la crisis. Son los países que colaboran con Israel a la hora de derribar los misiles y los drones lanzados por Irán, o aquellos que proceden de los hutíes de Yemen, de las milicias chiitas de Irak, de las fuerzas de Hezbolá en el Líbano, y de otros contextos como Siria, los territorios palestinos, y los grupos de la Yihad Islámica. Pero Irán tampoco lo tiene claro debido al estado de su economía (deteriorada por las sanciones), la creciente inflación (superior al 40%), los constantes cortes de energía, la caída de su moneda, y los altos índices de pobreza que registra el país. Ni siquiera la posibilidad de cerrar el estrecho de Ormuz parece factible, pues también China (su gran aliado) y el propio Irán lo utilizan para adquirir o distribuir incluso petróleo (otra cosa es que el riesgo de atravesarlo ya haya encarecido precios debido al incremento de las primas de los seguros).