Durante más de 30 años, Binyamín Netanyahu ha repetido el mismo mantra: Irán está a punto de hacerse con la bomba nuclear. «Podemos asumir que en un plazo entre tres a cinco años Irán tendrá la suficiente autonomía para desarrollar y producir una bomba nuclear», dijo en 1992 en el Parlamento israelí, cuando era todavía diputado. Una década después, en vísperas de la invasión de Irak, presionó a Estados Unidos para que incluyera a Teherán en la trituradora de países de los neocon con el mismo pretexto. Y en 2009 refinó los plazos para decirle a sus congresistas que Irán estaba «a solo dos años» de la bomba. En 2012 volvió a rebajar los tiempos de su predicción nunca consumada. «La próxima primavera, como mucho el próximo verano habrán completado el enriquecimiento medio y pasarán a la fase final», dijo ante la Asamblea General de la ONU. Para entonces el Mossad había concluido que Irán no buscaba activamente la bomba, según cables secretos publicados por Wikileaks.
Netanyahu lleva décadas exagerando, si no falseando deliberadamente, la «amenaza iraní», como en la fábula de ‘Pedro y el lobo’. Lo que no quita que la preocupación de Israel y parte de la comunidad internacional por el programa nuclear iraní sea legítima. Cuando los ayatolás retomaron el programa civil iniciado por el Sha Reza Pahlevi en 1957, lo hicieron en el más estricto secreto, con la ayuda de Pakistán, Rusia y China. En secreto se construyeron las plantas de enriquecimiento de uranio de Natanz y Fordo, así como el reactor de aguas pesadas de Arak, destapados a principios de este siglo por la disidencia iraní y el espionaje occidental. Una década de investigación del Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA) concluyó en 2015 que Teherán llevó a cabo entre finales de 1980 y 2003 «una serie de actividades relevantes para el desarrollo de un artefacto nuclear explosivo». Pero en ese mismo informe subrayaba que, a partir de 2009, con Irán ya severamente sancionado, no encontró «ninguna señal creíble» de que esas actividades hubieran continuado.
Ese secretismo es muy similar al que ha empleado Israel con su programa nuclear, con la diferencia de que el Estado judío sí tiene armas nucleares, no ha firmado el Tratado de No Proliferación Nuclear y no permite las inspecciones de la OIEA en sus instalaciones, a diferencia de Irán, sujeto a una estricta supervisión. Pero más allá del doble rasero, avalado por Occidente, Netanyahu también ha demostrado estos años que le importa más destruir la República Islámica, el único país que hace sombra a la brutal hegemonía israelí en la región, que garantizar que el programa iraní es exclusivamente de uso civil y, por tanto, no representa ninguna amenaza para Israel.
El primer ministro israelí no ha dejado de equiparar al «régimen fanático» iraní con la Alemania nazi, cuando no ha invadido un solo país en casi medio siglo de existencia, a diferencia de Israel, que ha invadido Siria, Egipto, Líbano y ocupa militarmente Palestina desde hace 58 años. O de presentarlo como una «amenaza existencial» para el «mundo libre» y los «valores judeocristianos», calcando el manual de los neocons que destruyeron Irak y Afganistán. «Esa es una de las narrativas fundacionales de Israel», asegura el israelí Ori Goldberg, doctor en Estudios de Medio Oriente y especialista en Irán. «Israel siempre tiene un enemigo que le quiere destruir. Ni plantarle cara ni conquistarlo, destruirlo. Primero fue Egipto, luego los palestinos y en las últimas décadas Irán», afirma a este diario.
Sabotaje al acuerdo nuclear de 2015
La prueba evidente del desinterés de Netanyahu en solucionar por la vía pacífica el problema nuclear iraní, llegó en 2015, cuando las grandes potencias, encabezadas por Washington, llegaron a un acuerdo con Teherán para restringir su programa y capar toda posibilidad de que adquiriera una dimensión militar. El pacto obligó a Irán a deshacerse del 98% de su uranio enriquecido o a garantizar que solo enriquecería a los bajos niveles necesarios para generar energía nuclear. Irán cumplió su parte estrictamente, según el OIEA, a cambio del levantamiento de parte de las sanciones. Pero Netanyahu saboteó el pacto y acabó convenciendo a Donald Trump para que hiciera añicos el acuerdo en 2018.
Tras la «traición estadounidense», Irán volvió a enriquecer uranio a niveles cercanos a los que necesitaría para fabricar una bomba y, por primera vez en 20 años, el OIEA le acusó de incumplir sus obligaciones con el tratado de no proliferación. Lo hizo justo un día antes de que Israel lanzara su agresión militar sobre el país persa bajo la justificación de prevenir un «holocausto nuclear». Otra exageración interesada. El OIEA ha repetido estos días que «no hay elementos para indicar que exista un plan activo y sistemático en Irán para construir un arma nuclear», la misma evaluación que ha hecho la inteligencia de EEUU.
Golpe a las negociaciones de la Casa Blanca
Nuevamente Netanyahu había movido ficha para destruir una posible solución pacífica al contencioso. Porque esencialmente lo que hizo su ataque, aparte de desviar la atención sobre el «genocidio» en curso en Gaza –como lo han tipificado las principales organizaciones de derechos humanos– y recuperar el favor de unos aliados que se habían hartado de tanta masacre de civiles, fue enterrar las negociaciones que EEUU conducía con Irán para alcanzar un nuevo acuerdo sobre su programa nuclear. «Estamos bastante cerca de un acuerdo bastante bueno», dijo Donald Trump horas antes del masivo ataque israelí.
Ahora el mundo tendrá que lidiar con las consecuencias de una nueva guerra devastadora en la región. Netanyahu no oculta que entre sus intenciones está el cambio de régimen y trata de arrastrar a EEUU a su guerra particular. Cientos de civiles iraníes han sido asesinados en estos 10 días, así como decenas de israelíes.
No solo eso. Es probable que cuando las armas callen, Teherán concluya que necesita la bomba para asegurar la continuidad del régimen. La historia así lo recomienda. Años después de que el libio Gadafi renunciara a su programa nuclear, murió linchado por una turba. Y años después de que Ucrania hiciera algo parecido, fue invadida por Rusia. Corea del Norte, en cambio, hizo todo lo contrario. Resistió las presiones y se hizo con la bomba. Y hoy no hay nadie que se atreve a toserle al régimen de la familia Kim.
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