Tengo dos perros Golden: Momo, de cuatro años, y Koko, de quince meses. Cuando Koko llegó a casa, Momo no lo recibió bien. Desde el primer día, su comportamiento fue hostil con el cachorro, aprovechaba el juego para dominarlo, mordisquearlo y hacerle comprender, a su manera, que no era bien recibido. Cuando corrían por el jardín, Momo saltaba encima de él y lo revolcaba en el suelo, haciéndole saber quién era más fuerte. Así transcurrió un año, en el que los marcajes fueron subiendo de intensidad. Pero ahora, Koko es un perro fuerte, más grande que Momo, y hace poco ocurrió un hecho que dejó muy claro que estaba harto. Toda la rabia contenida durante todo ese tiempo, en el que tuvo que soportar la dominación, estalló de forma abrupta, en un episodio que nunca antes había presenciado en mis treinta años conviviendo con perros.
En realidad, no quiero contar la historia de mis perros, aunque el episodio vivido –más allá de ser un problema que intento resolver– me ha llevado a pensar en ciertas dinámicas que también se dan en el mundo humano, porque, aunque perros y personas no sean comparables, los animales tienen una gran capacidad para mostrarnos, sin máscaras ni filtros, la verdad desnuda de las emociones. Nos enseñan lo que ocurre cuando se reprime el dolor, cuando se abusa del más débil, cuando el miedo se transforma en rabia y la rabia estalla.
En una escuela de Graz (Austria), el pasado 10 de junio irrumpió un muchacho de 21 años, antiguo estudiante, que había sido víctima de acoso escolar en ese mismo centro. Entró en dos aulas, una de ellas donde él mismo había estudiado en el pasado, y vomitó la rabia acumulada sobre alumnos inocentes que nada tenían que ver con su pasado, no habían sido los autores materiales del acoso, pero estaban allí, en el lugar donde lo sufrió. No sabemos qué pasó en esa situación de acoso, pero todo acoso provoca un dolor que no siempre se canaliza bien.
Las heridas que soporta una persona que se siente hostigada permanentemente no son fáciles de curar y sus consecuencias pueden resonar toda la vida para sí mismo y para los otros; además, el miedo que se genera en estos casos puede conducir a la persona a los lugares más ignotos de sí misma. Lo expresa de manera muy clara la famosa frase del Maestro Yoda en el episodio I de Star Wards: «El miedo es el camino hacia el Lado Oscuro. El miedo lleva a la ira, la ira lleva al odio, el odio lleva al sufrimiento». Las emociones negativas corrompen el interior del ser humano y provocan la destrucción, sobre todo cuando no hay posibilidad de reconvertir el dolor en aprendizaje.
En esta misma línea llevo pensando en los últimos meses sobre el futuro de los niños que sobreviven a las matanzas generalizadas en la Franja de Gaza. ¿De verdad que nadie se cuestiona qué va a pasar con esos niños cuando sean adultos? ¿En qué tipo de personas se van a convertir? ¿Cómo van a procesar la rabia que ahora están acumulando en sus corazones infantiles? Algunos lo han perdido todo: padres, hermanos, amigos, oportunidades para estudiar, y si conservan la vida, ¿en qué van a emplearla? La violencia solo genera violencia, y en cuanto tengan la más mínima posibilidad, empuñarán también un arma para vengarse de tanto daño que ahora están recibiendo.
No se debe tensar demasiado la cuerda que ata al débil de hoy, porque puede romperse en el futuro y volverse látigo contra el que le oprimió.
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