Pedro Sánchez, en la sede federal del partido en Ferraz. / José Luis Roca
España no es un país corrupto. Un país corrupto es aquel en el que un ciudadano sabe que debe depositar en las manos adecuadas un sobre con dinero si quiere que su reclamación ante la justicia por cualquier causa sea tenida en cuenta; o tiene que pagar por su protección a los policías que deberían garantizársela si no quiere que esos mismos policías sean los que delincan contra él; o no puede aspirar a que prospere ningún proyecto, o simplemente a que se le aplique la ley, si su reclamo no va acompañado del correspondiente soborno, dentro de una pirámide en cuya base están los funcionarios, de los más bajos a los de élite, y en su cúspide los políticos.
Eso no es lo que ocurre aquí. Por eso digo que España no es un país corrupto, o al menos no ha llegado a ese punto en el que la mordida es intrínseca al sistema. Pero sí es un país que nunca es capaz de sacar conclusiones de su propia historia, por lo que las mismas fallas se repiten una y otra vez. Aquí hemos tenido un Gobierno, el de Felipe González, que pagó pistoleros para acabar con ETA practicando el mismo terrorismo que la banda y otro, el de Mariano Rajoy, que creó un cuerpo policial para eliminar con espionaje y zafios montajes a sus rivales políticos. Tenemos un jefe del Estado, el Rey Juan Carlos, al que sólo la inviolabilidad que le otorga la Constitución le ha evitado acabar condenado y un vicepresidente, Rodrigo Rato, que pudo llegar a presidente pero ha terminado entre rejas. Un partido en el Gobierno que eliminaba pruebas a martillazos antes de que la Policía se incautara de sus ordenadores y un fiscal general del Estado que borró sus mensajes antes de entregar su móvil al juez que le investiga. El PSOE tuvo su Amedo y el PP su Villarejo. La sede del PP en la calle Génova fue registrada por la UCO cuando los populares gobernaban, igual que la sede del PSOE en la calle Ferraz ha sido objeto de registro ahora que son los socialistas los que gobiernan. Hemos tenido filesas y gurtels, tramas que parasitaron a los dos principales partidos y hemos visto entrar en prisión a presidentes y consejeros de las comunidades autónomas de mayor peso: Madrid, Cataluña, Andalucía, Comunitat Valenciana… y, por supuesto, Navarra, donde, como me recordaba un querido compañero, en el caso del PSOE todo empieza y termina siempre, de Urralburu a Santos Cerdán, pasando por un Luis Roldán que principió sus manejos siendo delegado del Gobierno en aquella autonomía.
La corrupción contaminó a un director general de la Guardia Civil y a un gobernador del Banco de España. Y ahora asistimos de nuevo a la misma crisis por la presunta implicación de los dos últimos secretarios de Organización del PSOE, José Luis Ábalos y Santos Cerdán, en el amaño de adjudicaciones y el cobro de comisiones. Pero esta vez la dimensión de la quiebra es mucho mayor que todas las anteriores. Porque pone en cuestión los valores morales de una parte importantísima de la sociedad, en la que se incluyen muchos que jamás han votado ni votarán a la izquierda, pero pueden compartir una base de principios común. Y porque el escándalo apunta directamente a la cabeza del jefe del Ejecutivo, Pedro Sánchez, que fue el que los nombró y les dio el poder que les permitió hacer las ilegalidades de las que ahora se les acusa.
Los países más avanzados en la lucha contra la corrupción no lo son porque no tengan corruptos entre sus élites dirigentes (la corrupción es un fenómeno transversal, que afecta a todas las clases sociales, a todas las ideologías y a todos los partidos), sino porque habilitan mecanismos sólidos que dificultan que la ponzoña se instale. En España, por el contrario, a pesar de los muchos episodios que ya llevamos padecidos, los distintos gobiernos se empecinan en diluir los sistemas de control, en lugar de fortalecerlos. Los informes de los tribunales de cuentas estatal o autonómicos no tienen efectos disuasorios reales, los defensores del pueblo son figuras independientes pero sometidas a unas cortapisas legales que las hacen inoperativas, los portales de transparencia son burlados con todo tipo de triquiñuelas, las oficinas antifraude se acotan de tal manera que dejan de ser útiles para la función que fueron creadas, los funcionarios no pueden ser expulsados de la carrera, pero los “díscolos” son fácilmente removibles…
Es en ese sentido en el que, como mínimo, Sánchez es culpable. Porque él sentó las bases para que pudiera ocurrir lo que ahora ha sucedido. Nombrando secretario de Organización a un José Luis Ábalos que no era, precisamente, un desconocido y haciéndole, en cuanto pudo, titular del Ministerio con más contratas que adjudicar. Destituyéndole de ambos puestos (ministro y secretario de Organización) de forma fulminante pero sin dar ninguna explicación. Tan grave debía de ser la cosa, que Ábalos cesó como “número tres” del PSOE en julio de 2021, cuando ya estaba convocado congreso federal para octubre y podía haber sido relevado ahí sin escándalo. Pero nada se justificó a la militancia, nada se informó a la ciudadanía y nada se reportó a la fiscalía. Al contrario, lo que hizo Sánchez fue colocar en su lugar en el partido al hombre que hasta ahí había figurado como “segundo” de Ábalos, aunque los escándalos que ahora han estallado hacen sospechar que en realidad siempre fue el “primero”: Santos Cerdán.
¿Cómo se sale de ésta? En lo que respecta al PSOE, bien en ningún caso. Pero llama la atención el que, de todas las posibilidades constitucionales que existen para afrontar una crisis de gobierno como la que nos ha caído encima (moción de censura, cuestión de confianza, adelanto electoral…), la única que el PSOE parece no contemplar es precisamente la que le daría más tiempo para recomponerse: la de la dimisión del presidente y la negociación con los grupos parlamentarios de una nueva investidura con un candidato distinto. No es algo inédito en nuestra Democracia: eso fue lo que hizo Adolfo Suárez cuando comprendió que el problema era él y dio paso a Calvo Sotelo. Cierto es que aquello acabó un año después con la práctica desaparición de UCD. Pero el PSOE no es UCD. Aunque puede acabar siéndolo si continúa amarrado a Sánchez y se empecina en hundirse con él. Tendría delito que lo que no logró un dictador fascista en cuarenta años lo consiguiera en menos de diez un líder mesiánico salido de sus propias filas.