La única persona que se preocupó por llevarme a un campo de fútbol fue mi tío. Un día me dijo que había que ir a ver un partido del CD Lugo, el equipo de mi ciudad. No me insistió demasiado. Realmente era un señuelo para hacerme del Barça con un vaso de Fanta y unas pipas en el Anxo Carro. Acabé cayendo en la cuenta muchos años después, cuando, por fin, decidí ir al campo del equipo de mi ciudad por voluntad propia. Pero aquel acto de solidaridad subsidiaria fue lo suficientemente importante como para entender que al fútbol tienen que llevarte.
Es como el bautismo. A ti te imponen una fe y después ya verás qué relación tienes con ella. En mi caso la religiosidad ha sido bastante cambiante y me he dejado llevar bastante más por los sentimientos y los nombres que por los escudos. Por eso, durante este Mundial de Clubes, he sufrido la transitoriedad de ser hincha de Boca. En algún momento del pasado decidí que Maradona era el único ídolo al que merecía la pena seguir, dejando de lado al mayor icono de mi infancia, un Gabriel Batistuta al que encontré en Fiorentina y después descubrí en River.
Vayan por delante las disculpas a los hinchas de los dos equipos que verán un sacrilegio en esta transfusión de sentimientos. Pero puedo asegurar, después de estar estos días en Miami, que dentro del bipartidismo argentino me quedo con el Xeneize. Ya no quiero ni hablar del Monumental, porque me he enamorado de la pequeña Bombonera que se ha montado en Florida. Pocas veces he sentido un amor a primera vista como al que te condena un equipo ganador por perfil histórico, pero perdedor en los tiempos presentes.
Por eso, precisamente, he sentido un flechazo momentáneo. Siempre he sido de la tradición de los disgustos. Mi mayor alegría como aficionado fue durante mucho tiempo un ascenso a Segunda División, lo que para el público VIP es como una limosna. Aunque recomiendo experimentar una vez en la vida la alegría de vencer a lo imprevisto como sucede en los playoffs que estos días iluminan una temporada inmensa. Sin embargo, el objetivo declarado que ahora tengo es poder tomar un ‘micro’ y beber un ‘fernecito’ en Buenos Aires.
Uno dirá que esta opinión es populista, pero si hay que ponerse de un lado en este Mundial de Clubes, desde luego que me posiciono con el pueblo. Y el Xeneize ha demostrado que, a pesar de las constantes pedradas del destino, se ha sabido levantar para poner la nota de color que necesitan unos estadios pálidos, donde lo futbolístico pasa a un segundo plano entre las presentaciones de la NBA y las voces unos ‘speakers’ que desnaturalizan este deporte. También puede que yo sea parte de un Apparatchik en vías de extinción, pero mientras queden ejemplos como el de Boca seguiré vivo.
A Boca solo le queda un milagro para avanzar a octavos. Golear 6-0 a Auckland City, que Benfica pierda 1-2 y… No, eso no vale, porque la roja de Ander Herrera, en un empate a todo, clasificaría a los portugueses por juego limpio. Y que sé yo, pero el ‘fair play’ es, casi siempre, darlo todo por tus colores. Por eso que las infracciones que se muestran desde el banquillo, como la que recibió el vasco, son antecedentes de los que se debería salir limpios. Seguramente, Boca ya murió, pero para mí, ya salió campeón del arranque de un Mundial de Clubes al que dejarán huérfano, en una esquina de pompa y circunstancia donde no habrá un sonido de aliento como el que ha arropado a todos los que hemos hecho parte de su locura contagiosa y compartida.