«Es lógico que una iniciativa como esa provoque suspicacias sobre un intento de control ideológico de la Judicatura y la Fiscalía«. Manuel Marchena (Las Palmas de Gran Canaria, 1959) se refiere así al proyecto de ley impulsado por el ministro de Presidencia, Justicia y Relaciones con las Cortes, Félix Bolaños, que ha incendiado a jueces y fiscales.
El magistrado de la Sala Penal del Tribunal Supremo (y expresidente de esa Sala hasta el pasado diciembre, cuando terminó su mandato y renunció a la reelección) mide sus palabras en la entrevista casi tanto como en el libro que acaba de publicar, La Justicia amenazada (Espasa), su primera obra de carácter divulgativo sobre los problemas de fondo de nuestra Justicia.
Elude referirse a cualquier procedimiento judicial abierto y, en particular, a la causa del ‘procés’. Es inevitable, sin embargo, que sus reflexiones acaben pegadas a la actualidad.
Se está tramitando un proyecto de ley que modifica la oposición libre y el cuarto turno, además de abrir la puerta al ingreso de cientos de fiscales y jueces sustitutos. Amplios sectores de ambas carreras ven en esto un intento de control ideológico y político de la Judicatura y la Fiscalía. ¿Está de acuerdo?
He tenido el honor de formar parte de varios tribunales para el acceso a la carrera judicial por el cuarto turno. Le aseguro que todos los que superaron la prueba eran magníficos juristas. A mi juicio, el sistema de acceso está funcionando satisfactoriamente. Estoy convencido de que no son buenos tiempos para reformas de alcance histórico. Y abrir la puerta, sin más, sin acreditar la idoneidad de quien ya está ejerciendo como juez o fiscal sustituto, puede ser un tremendo error. Es lógico que una iniciativa como esa provoque suspicacias sobre un intento de control ideológico de la Judicatura y la Fiscalía.
El ministro de Justicia también quiere acelerar la reforma para dar a los fiscales la dirección de la investigación penal. Usted se pregunta en el libro ‘¿cómo va a investigar un órgano cuya cabeza jerárquica es designada por el Gobierno con absoluta libertad?’. ¿Qué cree que conllevará la supresión de los jueces de instrucción para ser sustituidos por los fiscales?
Hay un hecho cierto y es que en toda Europa quien investiga es el Ministerio Fiscal. La Unión Europea, cuando ha querido proteger los fondos comunitarios, no ha creado un juzgado de instrucción, sino una fiscalía especial. El Tribunal Penal Internacional y los distintos tribunales ad hoc creados para perseguir los crímenes de guerra y el genocidio han atribuido la investigación a fiscales. Dicho esto, abordar una reforma del proceso penal español ahora, en este momento, con la crisis de credibilidad institucional en la que nos movemos, sería un error histórico. Esa reforma exige un clima de regeneración institucional que ahora no percibo.
También está sobre la mesa una reforma del Estatuto del Ministerio Fiscal que amplía a cinco años el mandato del fiscal general y elimina la intervención del ministro de Justicia en nombramientos y sanciones disciplinarias. ¿Es suficiente?
Fue un error la reforma que asoció el cese del fiscal general del Estado al cese del Gobierno, pero creo que aceptar, como ahora se pretende, la petrificación de un cargo público no es una buena idea. Ya sé que soy un ingenuo y parece ciencia ficción, pero el mejor síntoma de que todo ha cambiado sería que un fiscal general del Estado pudiera seguir actuando profesionalmente incluso en los momentos de cambio político. Pero para ello la credibilidad de la institución es decisiva. Sólo en un escenario en el que la imparcialidad del Ministerio Fiscal fuera apreciada por todos, podría tener sentido esa continuidad.
Sobre la intervención del Ministerio de Justicia, los ascensos en la carrera fiscal exigen una propuesta del fiscal general y un acto de nombramiento por el Gobierno. Creo que el problema no está tanto en el nombramiento como en la propuesta. Lo que habría que introducir en la reforma es la exigencia de un baremo que demostrara que los propuestos por el fiscal general son los más idóneos. Y no siempre es así.
Lo que habría que introducir en la reforma es la exigencia de un baremo que demostrara que los propuestos por el fiscal general son los más idóneos
La frase que da título al capítulo sobre la Fiscalía (‘¿De quién depende el fiscal? Pues ya está…’) es «la mejor muestra de una concepción gubernamental que degrada el papel del fiscal general del Estado al de un órgano subordinado”, escribe usted. Quien pronunció esa frase es la misma persona que le ofreció a usted presidir el Tribunal Supremo y el CGPJ: Pedro Sánchez. ¿Por qué no aceptó? ¿Temió ser convertido también en ‘órgano subordinado’?
Mi renuncia a presidir el Consejo General del Poder Judicial fue un acto de reivindicación de mi propia dignidad personal y profesional.
El libro defiende la acción popular pero “con límites respetuosos con su significado constitucional”. ¿Qué limites habría que poner para eliminar la proliferación de acciones populares con fines espurios (políticos, de protagonismo social y mediático…)?
He defendido desde hace ya mucho tiempo la necesidad de una reforma de la acción popular. Los partidos políticos contaminan el debate judicial y trasladan al proceso penal la batalla ideológica que, por si fuera poco, incluye la descalificación del juez. Creo que la acción popular debería seguir siendo el punto de contraste a la inhibición del fiscal cuando éste abandona el mandato de imparcialidad al que tiene que estar sometido. Pero cualquier reforma tendría que contar, además de con amplios márgenes de consenso, con el informe de los órganos consultivos. Y, por supuesto, ser especialmente cuidadosa para no violentar los procesos penales ya en marcha.
Usted considera una “anomalía” la difusión en los medios de comunicación de los datos de la instrucción penal. ¿Tipificaría esa conducta para sancionar a los medios? ¿Qué otras medidas adoptaría?
Nunca criminalizaría al periodista que difunde datos contrastados que permiten a la sociedad conocer el alcance de los grandes debates nacionales. La jurisprudencia constitucional ha fijado los presupuestos para que esa difusión sea legítima y esté amparada por el derecho a la libertad informativa. Pero esto no tiene nada que ver con el tratamiento jurídico de las filtraciones cuando éstas proceden de quienes están obligados a guardar secreto o simplemente reserva.
Nunca criminalizaría al periodista que difunde datos contrastados que permiten a la sociedad conocer el alcance de los grandes debates nacionales.
No hay referencias en el libro a la causa del ‘procés’, que sigue abierta. Respetando ese límite, ¿usted cree que la respuesta dada por la Justicia al proceso separatista ha servido para la convivencia en Cataluña o más bien la política ha aplicado ‘cataplasmas’ (los indultos, la reforma del Código Penal, la amnistía) para ‘contrarrestar’ la acción judicial?
Desde luego, esa ausencia no la atribuya a un olvido. La razón es muy sencilla. Esa causa está todavía en la Sala Penal. No me parece prudente valorar u opinar sobre un asunto que todavía va a exigir otras resoluciones.
¿Su libro es ‘una ofensiva al Ejecutivo’, como se ha publicado? Más general, ¿cree que, como se sostiene desde algunos sectores políticos, hay jueces que se han sumado a ‘el que pueda hacer, que haga’?
Me parece que ese titular sólo puede estar firmado por alguien que no ha leído el libro. Y puedo asegurarle que mi libro no está escrito contra nadie. Lo único que sé hacer y seguiré haciendo es ejercer mi trabajo como juez.
«El poder político no ha superado la tentación de debilitar los mecanismos constitucionalmente concebidos para el control democrático de sus decisiones”. No se vislumbra en esa afirmación suya ninguna autocrítica de la propia jurisdicción o de los órganos del Poder Judicial. ¿Qué sucede cuando desde el TC se resuelve siempre en los asuntos trascendentes de acuerdo con el deseo del Gobierno? ¿Qué pasa cuando los vocales del CGPJ se dividen de acuerdo con las siglas políticas que les han propuesto? ¿No ‘giran’ algunas posiciones jurídicas cuando se está pendiente de la designación para un cargo judicial?
Tiene usted razón. Muchas veces nos falta autocrítica. Sin embargo, creo que éste no es un libro que refleje complacencia con el actual estado de cosas. Cada uno de los capítulos incorpora, al menos así lo he pretendido, un análisis especialmente crítico con situaciones actuales, también pasadas, que están oscureciendo los rasgos del Estado de Derecho. Nos hemos acostumbrado a asumir con normalidad lo que no debería ser normal. Su pregunta incluye una magnífica radiografía de realidades que hemos vivido y seguimos viviendo, pero de las que yo nunca he participado.
¿Deberían tener alguna responsabilidad los jueces que tienen durante meses o años a un ciudadano en la condición de investigado, imputado o acusado para acabar, finalmente, en una exoneración?
Cuando se habla del retraso en la administración de justicia siempre me acuerdo del monólogo del tercer acto de Hamlet, cuando decía que una de las razones que hacían odiosa la vida era el retraso de los jueces. Lo cierto es que hay procedimientos que no pueden someterse a la alta velocidad, que exigen acopiar pruebas que no son fáciles de obtener y que exigen la colaboración de otros Estados. Lo deseable es, desde luego, que los procedimientos duren tan solo el tiempo indispensable para el esclarecimiento del hecho y si se alargan, que el juez explique y motive las razones de la paralización. Cualquier otra cosa me parece una anomalía inadmisible.