En la comparecencia por lo de las supuestas escuchas a Cerdán, Sánchez, visiblemente cariacontecido, casi con tono funeral, dijo “no soy perfecto”. Es una frase que retumba, porque algunos atribuyen a Sánchez una muy buena opinión de si mismo, por decirlo de alguna manera, una seguridad a prueba de bomba. Dijo, o vino a decir, que se sentía acorralado, él o su gobierno, como quien interpreta que, en general, llevan algún tiempo segando la hierba bajo sus pies. La quiebra de la confianza siempre es dura, pero no son pocos los que se preguntan por qué todo llegó hasta ahí, a esa supuesta trastienda que revelan las grabaciones, que ahora estallan con violencia en el aire.
Sánchez reconoció, en medio del duro vértigo de las últimas horas, que no, que él no es perfecto. Y podría haber añadido, nunca está de más, que es humano, no un gélido gestor impenetrable, ni un hombre con la mandíbula de acero, sino, al menos en esta versión, alguien fieramente humano y doliente. Varias horas después, muchos creen que algo se ha roto: un vínculo, una confianza, y no me refiero a la de Sánchez y Cerdán, sino a la de Sánchez y sus socios (aunque los pactos se mantienen), y, lo que podría ser peor, la de Sánchez, o el socialismo que gobierna, y sus votantes. Sánchez sabe que lo difícil de verdad viene ahora.
El lado humano de la política está cada vez más desprestigiado. Conviene recuperarlo. Aunque sea en momentos de gran tribulación. Y convendría no olvidarlo. Reconocer la imperfección está muy bien, ya lo decía Billy Wilder al final de ‘Con faldas y a lo loco’. “Bueno, nadie es perfecto”. Eso es. Eso es. Dicen que hasta Elon Musk anda reconociendo equivocaciones por ahí… Creo que la imperfección ayuda mucho si sirve para hacernos más humanos.
Desconozco qué pasará con todo este asunto, y con algunos otros (como para ejercer de oráculo está la cosa), pero lo cierto es que la política es ya un territorio muy inflamable (más, cuanto más avanza la tecnología, me temo). Y el ciudadano asiste a estos arreones de realidad (presunta realidad, claro) como quien viaja en medio de una pavorosa tormenta. Ya no hay momentos tranquilos, todo es una inmensa zozobra desde que sale el sol hasta el ocaso.
La política hace tiempo que cumple su gran función dentro del entretenimiento. Está mal decirlo, pero, a pesar de la desolación, o del hartazgo (lo que deriva en desafección electoral, o en el aumento progresivo de las ideas antidemocráticas, Billy Wilder o Dios no lo permitan), las audiencias se arraciman ante programas portaaviones en los que se avizora algún tipo de derrumbe, en los que se crea un suspense (judicial o así), en los que florecen las conjeturas. Y las tertulias… De tal forma que la política termina construyendo un guion tragicómico (¿morboso?) que atrae fatalmente al espectador.
La política es como una bicicleta. Debes seguir pedaleando, aunque siempre existe el peligro de naturalizar la estupidez aquella de la frase franquista (también se le atribuye a Pinochet: quizás son frases típicas del diccionario de tiranos): “estábamos ante el abismo y hoy hemos dado un paso al frente”. Ojo con los pasos al frente cuando los abismos están cerca. A nada se debe cerrar los ojos, tampoco ampararse en el silencio: porque en la oscuridad muere la democracia. Pero también puede morir la democracia en la tormenta perfecta (las tormentas sí pueden ser perfectas), en el cultivo del odio. Trump utiliza exactamente esta técnica. Cuanto peor, mejor. En política, no se olvide, hay cosas en las que perdemos todos, más allá de las ideologías.