Vivimos estas semanas las ceremonias solemnes de graduación de miles de alumnos que terminan su formación de varios años en diversos centros universitarios y se disponen a iniciar una nueva etapa. Graduaciones en las que me gusta participar cada año para despedir a mis alumnos de Derecho cuya docencia he compartido durante varios cuatrimestres. Cuatro miradas sobresalen en estas jornadas extensibles a otros muchos jóvenes que terminan sus ciclos formativos. La primera es el reconocimiento al esfuerzo para superar cada asignatura, cada prueba, cada práctica, entre obstáculos y contratiempos que hubo que sortear. Un esfuerzo sostenido durante años que nos ha curtido en el valor del sacrificio, del compañerismo, de la recompensa justa. Nadie regala nada, y llegar a esta meta volante tiene ese valor añadido de la cosecha tras la buena crianza. De otro lado, mirar el camino andado también nos muestra la gratitud que debemos por la posibilidad de haber disfrutado de los recursos y medios que muchos otros no tienen. De tener a nuestro alcance una oferta académica extensa, junto a una familia que nos ha acompañado durante este proceso, en el que hemos entretejido amistades y vivido experiencias enriquecedoras.
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