En este país nunca nos hemos caracterizado por un reconocimiento a la labor de los docentes. Aún pervive en el lenguaje popular la expresión «pasar más hambre que un maestro escuela». Un recuerdo imborrable de aquellos años de finales de XIX y principios del XX que la educación primaria no estaba reglada y los maestros se veían forzados a sobrevivir con el pluriempleo o incluso la caridad.
Aún no está tan lejana la imagen del maestro que mantenía la dignidad con un traje raído de tantas puestas, una corbata descolorida, unas camisas que traslucían cuellos y puños raídos y unos zapatos embetunados para distraer la mirada de los agujeros de las suelas. Así describía mi padre a su maestro en el final de la dictadura de Primo de Rivera y el principio de la República. El lector de hoy se puede hacer una idea recordando al don Gregorio de «La lengua de las mariposas», de Manuel Rivas, encarnado por Fernán Gómez en la película de José Luis Cuerda.
Los regalos de los padres a los maestros, que aún vivimos los escolarizados en los años finales del franquismo, no dejaban de ser una herencia de la compensación de las familias a los malpagados docentes, especialmente en los ámbitos rurales. Y también, todo hay que decirlo, para buscar un trato de favor hacia el hijo. Mi maestro, sin ir más lejos, completaba su sueldo acogiendo alumnos menores de seis años, cuya escolarización no era obligatoria y tampoco gratuita, o dando clases particulares a quien podía pagarlas.
La crisis de la educación asturiana va mucho más allá del sueldo de los profesores, aunque el salario sea la mejor forma de reconocimiento. Como recordaba este periódico el domingo, no es una mera cuestión de mejorar los sueldos, que también. Estamos ante una crisis, decía, del «modelo educativo asturiano», que gastó en 2022 más en educación por habitante que la todopoderosa Cataluña o que Castilla y León, a la cabeza de las comunidades en todos los índices de calidad. No parece que seamos los más hábiles a la hora de invertir los recursos.
Y no es que los defectos de la educación en Asturias sean muy diferentes a los del resto de España. La obsesión por el igualitarismo, que nadie se quede atrás, está lastrando el avance de los alumnos más aventajados. Los paños calientes con los que intenta no traumatizar al alumno –la desaparición del cero, los bajos niveles de exigencia, la falta de premio al esfuerzo– nos llevan a igualar al alumnado por abajo y no por arriba. No deberíamos olvidar que no hay dos alumnos iguales y, por tanto, con necesidades distintas.
La huelga de la educación pública en Asturias ha terminado. Ha habido un acuerdo económico, un parche para ir tirando, que no acabará de convencer a ninguna de las partes, pero el problema no se habrá arreglado. Ni los profesores han podido aguantar más tiempo sin cobrar, ni Madrid ha permitido en este momento al Gobierno de Barbón un desgaste que puede afectar a la ya delicada situación de Sánchez. ¿Una huelga contra uno de los tres Gobiernos fieles? ¿Y además de la educación pública? Ni hablar. Eso solo le puede pasar a Ayuso.
Este año celebramos el cincuenta aniversario del fin de la dictadura. En realidad, cincuenta años de la muerte del dictador por causas naturales. Más nos valdría recordar y lamentar que llevamos cincuenta años siendo incapaces de consensuar una ley de educación. Que durante ese tiempo hemos ido transfiriendo alegremente competencias esenciales –como sanidad y educación– sin haber encontrado una forma solvente de que las comunidades pudieran financiarlas. ¿Podremos celebrar algún día que hemos sido capaces de acordar una ley de educación con el consenso de una gran mayoría parlamentaria, de la comunidad educativa, de la mayor parte de la sociedad? Hasta que no llegue ese día, no podemos considerarnos una democracia plena.
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