Pasillo de un hotel. / Shutterstock
Coincidí en el ascensor del hotel con una joven cariacontecida a la que habían dado la habitación 666.
-El número de la Bestia -añadió-. He intentado que me lo cambien, pero me han dicho en la recepción que el hotel está lleno.
-Vaya, lo siento -dije yo.
-Lo peor es que vengo con mi madre, que es muy supersticiosa, no sé qué hacer.
Le propuse que intercambiáramos las habitaciones, a lo que accedió con júbilo.
Entré, pues, en la 666 con mi escaso equipaje (solo tenía que pasar una noche en esa ciudad), me refresqué un poco y salí a dar una vuelta para preparar mentalmente la conferencia que debería pronunciar horas después. Mientras caminaba, sin embargo, iba invadiéndome un malestar difuso que se concentraba en la boca del estómago. Me vino a la memoria un suceso curioso: hace años publiqué una novela titulada Volver a casa, en la que el diablo tenía un papel especial. Casualmente (¿casualmente?) fue el número 666 de la colección en la que apareció. Como la coincidencia me resultara asombrosa, hablé con mi editor para ver si la había forzado él de algún modo. Me dijo que no, que ni siquiera se había dado cuenta. Ahí quedó la cosa, en el apartado de la memoria donde se almacenan los sucesos extraordinarios, aquellos que metaforizan algo que somos incapaces de averiguar.
Las horas pasaron, atendí a mis anfitriones, pronuncié mi conferencia, regresé al hotel y ocupé la habitación 666, que no tenía nada de particular. Me cepillé los dientes observándome con extrañeza en el espejo del cuarto de baño, me tomé una pastilla que me ayuda a conciliar el sueño, me acosté y me dormí. Recuerdo haberme despertado a eso de las tres con frío. No un frío espectacular, pero incompatible con la época del año. Es sabido que los hoteles abusan con frecuencia del aire acondicionado, de forma que ni siquiera llamé a la recepción: me tapé con una manta que encontré en el fondo del armario y volví a dormirme. Al día siguiente, pagué los gastos del minibar, pedí un taxi y me fui al aeropuerto. Y eso fue todo. No ocurrió nada, en fin, pero advertí que en esa “nada” había algo de carácter verdaderamente perverso. Cuando me acuerdo de ello, sufro el amago de un ataque de pánico que combato con un ansiolítico debajo de la lengua.