Antes del reciente apagón, antes de la pandemia del 2020, antes de las pestes… el fin del mundo ya estuvo aquí. Por acercarnos mucho en el tiempo y no recurrir, como siempre, a medievales ni a griegos ni a romanos, sabemos que en el primer tercio del XVII, Lope de Vega lo pronostica en «Fuente Ovejuna», como queja del repulsivo y chulo Comendador Fernán Gómez a su criado Flores: «¡Que a un capitán cuya espada / tiemblan Córdoba y Granada, / un labrador, un mozuelo / ponga una ballesta al pecho! / El mundo se acaba, Flores».
Recordemos, en plan antología, tres textos de autores nacidos en el XIX que amagan el fin de los tiempos (amagan, pero no dan, claro), bien con la gravedad requerida, bien como testimonio de la persistencia –el primero de ellos– de un subgénero humanoide que fue y es garante de que el negocio del fraude –y el mundo, por lo tanto– parece que se acaba, pero como que no. Suenan a ahora mismo, por eso los traigo aquí. ¿Reconocen este tipo de personaje –embrollón y ful y ladrón– que José Zorrilla retrata en «Recuerdos del tiempo viejo», esa (desigual) perlita suya?:
«La riqueza y el título tenían un riesgo que hoy no tienen, y era la curiosidad del Rey y de su Superintendente de policía. Así que un Obispo armenio, que viajando con un secretario y un coadjutor fue aposentado por un claustro de Reverendos, presentado en la Corte, y celebró de pontifical en varios actos y funciones episcopales católicas, fue una mañana sorprendido por el curioso Superintendente, que se apoderó de sus papeles y credenciales. Cinco meses después, le enviaba tranquilamente a presidio con sus dos familiares; por ser, como se le había antojado que era al Superintendente, un embaucador sacrílego que había estafado a los muy confiados Reverendos que le habían hospedado, a las incautas monjitas que le habían festejado, a la diplomacia, a quien había despistado; a la Inquisición, que no había sabido ver más que sus morados capisayos, y a la Corte, a quien deslumbró su pectoral de esmeraldas y su episcopal anillo». (¡Cómo suena a Eduardo Mendoza!).
Recuerden «El Gatopardo», ahora que una serie plataformera ha vuelto a poner de moda la fenomenal novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. Reparen, si les place, en esa tendencia tan humana a no acabar del todo, a cubrir capa con capa, a que el mundo no finiquite y se nos vaya la tienda al cielo, aunque sea por nacionalista partida de nacimiento:
«Si, como ha sucedido tantas veces, esa clase tuviera que desaparecer, de inmediato surgiría otra equivalente, con los mismos méritos y los mismos defectos: quizá ya no estaría basada en la sangre, sino, no sé… en el hecho de llevar mucho tiempo viviendo en determinado sitio o en la pretensión de conocer mejor algún supuesto texto sagrado».
Por último, ahí va el colosal Stefan Zweig con su «El mundo de ayer». Este sí que pronostica que el fin del mundo ya estuvo aquí y vuelve a estar aquí. Lo hace mediante palabras claras y precisas.
«Ya lo ven: todas las barbaridades, como la quema de libros y las fiestas alrededor de la picota, que pocos meses más tarde ya eran hechos reales, un mes después de la toma del poder por Hitler todavía eran algo inconcebible incluso para las personas más perspicaces. Porque el nacionalsocialismo, con su técnica del engaño sin escrúpulos, se guardaba muy mucho de mostrar el radicalismo total de sus objetivos antes de haber curtido al mundo. De modo que utilizaban sus métodos con precaución; cada vez igual: una dosis y, luego, una pequeña pausa. Una píldora y, luego, un momento de espera para comprobar si no había sido demasiado fuerte o si la conciencia mundial soportaba la dosis».
En realidad no es que el mundo se haya acabado. La realidad es que el mundo sigue acabándose, Flores.
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