El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz. / EP
La pregunta más repetida hoy admite una respuesta inesperada:
–¿Debe dimitir el fiscal general del Estado ante su inevitable procesamiento por el Supremo?
-Ya es demasiado tarde.
Álvaro García Ortiz es el manejable fiscal de los recados, y fue identificado por la feroz cúpula judicial como la gacela débil de la manada, grandullona y torpona. A la mínima oportunidad, por el débil delito de hablar con periodistas, le cayó encima la ira del dueño del Supremo. Pregúntele a cualquier vecino qué delito ha cometido exactamente el jefe de la Fiscalía General, y solo recibirá la respuesta de los cuñados. La astucia de los felinos consistió en localizar a un cargo a medio camino entre el Ejecutivo y el Judicial. El zarpazo ha resultado mortal. Lo grave para la escasa capacidad de previsión del Gobierno es que no podía esperarse otra cosa, ninguna disquisición jurídica iba a salvar del cepo a la presa.
Jugador de indiscutible nervio, a Sánchez le tembló el pulso ajedrecista de sacrificar una pieza, incluso la dama si fuera preciso.
García Ortiz era el tentetieso ideal para recibir los garrotazos del Supremo, pero su sustitución preventiva hubiera suavizado el drama actual. La Moncloa no reforzaba con su dontancredismo al alto cargo señalado, sino que disparaba la saña de sus perseguidores. Si el titular de hoy fuera «Procesado el exfiscal general», se empequeñecería la tipografía y la afición seguiría con Leire. No dolería tanto.
Es incluso probable que la dimisión a tiempo de García Ortiz hubiera cancelado su viacrucis procesal. En ningún caso se atiende aquí a presupuestos éticos, ajenos a todos los participantes en la trama, desde la realidad de los hechos hasta su exageración penal. ¿Por qué no cortó Sánchez la hemorragia con una destitución a tiempo? Ni siquiera le cegó un poder Judicial que lleva una década ejerciendo de Ejecutivo. El señor de La Moncloa no quiso ceder ante Díaz Ayuso, encerrados ambos en un duelo a muerto digno de ‘John Wick’, la película.