Una persona utiliza su mando de la televisión / Ricardo Rubio – Europa Press – Archivo
Desde comienzos del siglo XX, cuando Lucien Cuenot, un biólogo francés, utilizó ratones para demostrar las teorías hereditarias de Mendel, los ratones de laboratorio han sido un elemento clave para el avance de la investigación científica en numerosos campos, incluyendo la genética, la neurología, la inmunología, la neurociencia, la farmacología y la toxicología. La facilidad para criar ratones, con ciclos reproductivos cortos, su similitud genética con los humanos y la posibilidad de crear individuos manipulados genéticamente hacen que los ratones de laboratorio sean de inmenso valor para ayudarnos a entender y modelar procesos biológicos y enfermedades humanas, así como para probar tratamientos en su fase más temprana. Desde la lucha contra el cáncer, donde los ratones permiten estudiar el desarrollo de tumores y evaluar posibles agentes de quimioterapia, hasta la neurociencia donde modelos desarrollados en ratones nos permiten entender mejor el alzhéimer, la enfermedad de Parkinson o incluso el autismo, ayudando a descubrir potenciales terapias, la ciencia no habría progresado sin la ayuda de estos pequeños roedores.
En las últimas dos décadas, se han producido enormes avances tecnológicos con impacto en todos los ámbitos de la sociedad, incluyendo nuestras vidas. La tecnología ha penetrado, de manera silenciosa y a menudo invisible, en nuestra existencia. Desde que nos despertamos hasta que nos acostamos, e incluso mientras estamos durmiendo, interactuamos con servicios y aplicaciones digitales, chatbots, altavoces inteligentes, smartphones, redes sociales, pulseras y relojes inteligentes que capturan, modelan e impactan nuestras decisiones y experiencia tanto en el mundo digital como cada vez más en el mundo físico. Estos avances e innovaciones tecnológicas son desplegados y adoptados masivamente, a escala mundial, y con velocidades cada vez mayores. Si Netflix necesitó 10 años para alcanzar los 100 millones de usuarios y chatGPT lo logró en 2 meses, DeepSeek alcanzó esa cifra en tan solo 7 días. Somos partícipes, a modo de ratones de laboratorigo, de un experimento a escala mundial.
Así como los ratones son expuestos a estímulos para observar sus reacciones, los algoritmos que operan detrás de las plataformas digitales ajustan constantemente sus parámetros para maximizar nuestro tiempo de permanencia, predecir nuestras elecciones y, en última instancia, dirigir nuestro comportamiento. No hay jaulas visibles ni electrodos conectados a nuestros cerebros, pero sí hay notificaciones, recompensas intermitentes, scroll infinito, interfaces cuidadosamente diseñadas y sistemas de recomendación que actúan como refuerzos positivos o negativos. En este entorno, el laboratorio no tiene paredes y el experimento no tiene fecha de finalización.
Lo más inquietante, quizás, es que este experimento no está guiado por la curiosidad científica o por un afán de conocimiento para mejorar la vida de las personas, sino por intereses económicos que buscan maximizar beneficios a partir de nuestra atención, nuestras emociones y nuestros hábitos. Nos convertimos tanto en sujetos de estudio como de explotación, mientras las empresas que diseñan estas aplicaciones y servicios acumulan cantidades masivas de datos que les permiten conocernos mejor que nosotros mismos y monetizar dicho conocimiento.
Y sin embargo, seguimos adelante, navegando, clickando, scrolleando, compartiendo, aceptando complejas condiciones de uso sin leerlas, confesando nuestra intimidad a los chatbots, integrando, en suma, cada nueva tecnología en nuestra vida con la misma naturalidad con la que se adopta un electrodoméstico. La eficiencia y la conveniencia están desplazando a la cautela y la reflexión. La pregunta no es solo qué hacen estas tecnologías con nosotros, sino qué dejamos de ser al incorporarlas sin cuestionamiento en nuestras vidas.
¿Estamos realmente eligiendo, o simplemente respondiendo? En un mundo que parece aplaudir cada avance tecnológico sin detenerse a evaluar su impacto, quizás sea hora de parar y preguntarnos: ¿quién diseña las jaulas, y por qué seguimos entrando en ellas voluntariamente? Esta reflexión invita a preguntarnos si hemos cedido demasiado control a la tecnología sin una comprensión crítica de sus implicaciones. El reto, entonces, es despertar conciencia colectiva y ética para decidir cómo y hacia dónde queremos que este experimento nos lleve, antes de que los resultados nos definan sin remedio. Porque a diferencia de los ratones de laboratorio, nosotras y nosotros sí tenemos la capacidad —al menos en teoría— de cuestionar, de elegir y de cambiar el curso del experimento. Pero esa capacidad sólo se activa cuando existe conciencia. La pasividad, actuando por inercia o conveniencia, nos convierte en sujetos fácilmente manipulables dentro de un sistema que monetiza nuestra atención, en lugar de optimizar nuestro bienestar.
Porque aunque a diferencia de los ratones de laboratorio no estemos encerrados físicamente, nuestras decisiones cada vez más están condicionadas por sistemas invisibles que operan bajo la apariencia de neutralidad tecnológica. La verdadera libertad no consiste en tener opciones, sino en comprender el entorno en el que esas opciones se presentan.
En última instancia, la pregunta no es solo qué puede hacer la tecnología, sino qué debería hacer, y quién tiene el derecho de decidirlo. Si no tomamos parte activa en esa decisión, otros lo harán por nosotros. Y entonces, quizás descubramos demasiado tarde que el experimento ya ha terminado, y que no fuimos los investigadores… sino el resultado.