A la tele se le llamaba la «caja tonta» en tiempos ya algo remotos, pero lo de las redes sociales es otro nivel. Más tonto aún, pero otro nivel. La televisión creaba realidad y hasta podía inventar políticos y partidos, como en su día ocurrió en España con cierta formación de extrema izquierda que fundó su éxito en salir mucho en pantalla. El medio televisivo sigue teniendo influencia, desde luego; pero ya no resulta determinante. Basta observar los resultados de las últimas consultas electorales.
Los nuevos electores incorporados a las urnas no son ya clientes de televisión, ocupados como están en pasar pantallitas para ver vídeo tras vídeo en TikTok, Instagram o YouTube. También hay redes para cuarentones y cincuentones, como la declinante X, y para los jubilados de Facebook; pero no es lo mismo.
Son los jóvenes, particularmente los de menor formación, quienes están impulsando la corriente de ultraderecha ahora en boga en Europa y en América.
Vox, por ejemplo, es el partido más votado en la franja de edad que va de los 18 a los 24 años; pero no se trata de un fenómeno reducido a España. También el auge de la neonazi AFD fue sustentado en Alemania por los menores de 25. Y algo muy semejante, año arriba o abajo, está sucediendo en Italia, en Rumanía y hasta en el tranquilo Portugal, donde los rapaces de bajo perfil educativo son parte importante de la clientela de «Chega» («¡Basta!»).
La explicación fácil reside en que los jóvenes de cualquier época son, por naturaleza, contrarios al sistema. Infelizmente, el sistema en vigor en la mayoría de los países donde se vota es el democrático. Si a finales de los años 70 montaban barricadas en París contra el capitalismo, ahora combatirían a la socialdemocracia, al liberalismo y hasta a los conservadores por la misma razón hormonal de edad.
Por tentadora que sea, esa teoría excluye el reciente papel de las redes en la conformación de la opinión pública. No ha de extrañar que los demagogos de la derecha radical hayan descubierto que todo lo que cae en esas redes es pescado –mayormente, alevín– y no paren de echar la caña en ellas.
Abunda en ese espacio de la Red el público irascible y a menudo ágrafo. Los adictos a estos novísimos medios suelen ser incapaces de entender una ironía, aunque no sea demasiado sutil. Tampoco se toman la molestia de comprobar lo que les dicen. Todo se lo toman al pie de la letra (o del vídeo, para ser exactos).
Fácilmente se entenderá, pues, que acepten como verdad cualquier despropósito. En las aguas de las redes confluyen los reacios a las vacunas, los que odian a los diferentes, los que esperan la llegada de extraterrestres y los devotos de las teorías de la conspiración. Beben de esa corriente buhonera y de ahí sacan los argumentos para votar lo que votan.
Quizá sea exagerado, eso sí, llamar opinión pública a lo que ahora están creando las redes, como mucho antes hacían los periódicos y no hace tanto la televisión. Pero influir, influyen los «influencers». A este paso, los tertulianos del desaparecido «Sálvame» acabarán por parecernos intelectuales de fuste.
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