No bajó

Varias personas con sus equipajes en la estación de tren de Atocha-Almudena Grandes. / EP

Si vas todos los días a la estación, tarde o temprano acabas recibiendo a alguien. Eso me repetía yo, junto a un grupo de gente que, cuando las puertas se abrían, estiraban el cuello en busca de su hijo, su hija, su marido, su amante…, resultaba imposible adivinar los parentescos o el tipo de relación de los unos con los otros. Había padres que parecían hijos e hijos que parecían padres. Llegaban ferreteros e informáticos y representantes de comercio: toda la variedad que quepa cabría esperar de un zoológico humano. La confusión dominaba igual que en el resto de la existencia, solo que allí aparecía más desnuda, más cruel también, más áspera. Algunas de las personas que esperaban llevaban perros, por lo general pequeños, que se alegraban mucho de recibir quienes venían. Me hice habitual hasta el punto de que la señora del puesto de café me saludaba por mi nombre, preguntándome siempre a quién esperaba.

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