Por el pasillo del hospital, Aitana gateaba como cualquier bebé de cinco meses. Llevaba una pequeña prótesis de silicona en el brazo izquierdo, la primera. No era funcional, solo estética, pero ayudaba a su cuerpo a moverse con simetría. A mantener el equilibrio, a prepararse para una vida que, desde el inicio, sería distinta. También era una forma de reconciliarse con el azar: durante la gestación, su mano izquierda no se formó.
Sonia Río, su madre, lo supo en la ecografía de las 20 semanas. «Está todo bien, pero le falta una mano», espetó la técnico. Les impactó no solo el diagnóstico, sino la posibilidad de aborto que se abrió al instante. Al día siguiente le hicieron una ecografía de alta precisión. No había otras anomalías, pero el miedo se instaló. «Un familiar conocía a una mujer con una malformación similar que llevaba una vida normal. Eso me tranquilizó», recuerda Sonia junto a su marido Manuel González y la pequeña de la familia, Alegra. Su existencia (quizás) también fue determinante para que Aitana viniera a este mundo en Cans, O Porriño. Como lo es hoy la Asociación de Familias de Niños con Prótesis (Afanip) —por diversas causas, desde accidentes a enfermedades— y cuyos vídeos de testimonios estremecen: «Todos tenemos derecho a hacer las mismas cosas, aunque sea forma distinta».
Sonia Río y Manuel González, padres de Aitana, que nació sin mano izquierda, y Alegra, en su casa en Cans, y el gato de la familia, Bluí / Marta G. Brea
Desde el principio, el acompañamiento fue clave. En Vigo, a Aitana el Sergas les asignó un equipo de rehabilitación y terapia ocupacional del que hablan maravillas. También una traumatóloga que comprendió la necesidad de acudir al hospital Sant Joan de Déu, en Barcelona, centro de referencia. Allí supieron que la causa era un fallo circulatorio intrauterino: una vena obstruida durante el desarrollo impidió que creciera la extremidad. «A veces sucede en el hombro, el codo o, como en su caso, la mano», explica.
Aitana González Río creció como cualquier niña. Gateó con y sin prótesis, aprendió a compensar su cuerpo de forma instintiva. «Cuando no la lleva, flexiona más el otro brazo. Cuando la lleva, los estira por igual. Se acostumbró a que sus brazos midiesen lo mismo». Recibió fisioterapia hasta el año y medio, cuando caminaba perfectamente, y siguió en terapia ocupacional hasta los seis años: abotonarse, usar pinzas, atarse los cordones. En la guardería y el colegio siempre hizo todo igual que los demás. Si quería quitarse la prótesis para pintar con los dedos, lo hacía con el muñón. Siempre tuvo libertad, explican sus padres.

Aitana, mostrando su prótesis de mano, en el exterior de su casa en Cans / Marta G. Brea
Hoy tiene catorce años, aspira a escribir cine y decide cuándo llevarla. Sus peticiones acaban, por fin, de ver la luz: acaba de recibir por primera vez una prótesis para actividades específicas, como lavar los platos, ir la piscina o a una fiesta de la espuma. «Cuando se moja el muñón, la piel se irrita. Tener otra prótesis evita que esté expuesta todo el tiempo al agua o al sol», explica Sonia. Hasta ahora, solo tenía una mioeléctrica: hace pinza, pero no se puede mojar.
Fue un proceso de aprendizaje también para ellos. «No sabíamos que el Sergas podía financiar dos. Pensamos reclamar si nos la denegaban, pero no hubo problema. El rehabilitador dio el visto bueno y luego reclamamos el gasto». En su proceso adelantar el dinero fue inevitable. «Hubo funcionarios que nos intentaron disuadir, diciendo que igual no nos lo reconocían. Pero insistimos. Siempre lo gestionamos por la sanidad pública». Ese aliento con el que no han contado muchas otras familias, porque cada caso es singular.

Sonia Río y Manuel González, padres de Aitana, que nació sin mano izquierda, y Alegra, en el exterior de su casa en Cans / Marta G. Brea
Cada historia es única, pero Sonia y Manuel comparten la importancia de la información y el derecho a decidir. Como ha hecho siempre Aitana. Como seguirá haciendo. En 2021, ella tenía doce años y empezaba sexto de Primaria. Aquella tarde de verano, en su primera clase de tenis, el sol caía sin piedad sobre la pista al aire libre. «Ella es muy calurosa», recuerda su madre. «Pensé que se quitaría la sudadera y que le verían la prótesis. Pero no lo hizo. Estaba chorreando y decía que no tenía calor. Yo sabía que lo que tenía era pudor… No conocía a nadie y no le apetecía explicar nada».
Cuando Sonia volvió al club tras unos recados, la clase terminaba. Vio a Aitana recoger pelotas con naturalidad, usando la raqueta y la prótesis decorada con dibujos de colores. «Las acumulaba sobre la raqueta y las echaba en el saco del entrenador, como si nada. Nadie lo habría notado si no lo supieran». Al acabar, le preguntó: «¿No te sacaste la sudadera?». Aitana, empapada, respondió: «No tengo calor». El entrenador no se había dado cuenta. «Le dije: mira Aitana lleva una prótesis. Nunca jugué al tenis, pero sé que puede, aunque supongo que puede haber cosas que se hagan diferente». El entrenador agradeció el aviso. Ese gesto, para Sonia, lo decía todo.
Solo el acceso a una prótesis adecuada permite alcanzar la máxima funcionalidad
La relación de Aitana con la prótesis siempre fue natural. Las llevaba decoradas, a su gusto. «Cuando era niña y usaba guantes, uno era azul y el otro negro. Era su estilo». Como cualquier objeto cotidiano e importante, la prótesis también ha vivido sus vaivenes. Una vez, durante una excursión, volvió sin ella. Pensaron que la habían perdido. Llamaron al colegio, a la compañía del autobús, a otras madres… Al final, había acabado por error en la mochila de una compañera. Cosas de niñas.
El susto fue grande. «Siempre temía que se le mojara, que la dejase apoyada en cualquier sitio y otro niño la cogiera como un juguete. Imagina que alguien la tira, o que llueve y se olvida en el patio. Esas eran mis angustias».
Pero Aitana siguió creciendo. Su forma de estar en el mundo es directa, serena y valiente. Empieza a taekondo, se apunta a todo, aunque no conozca a nadie. Aitana tiene una prótesis, sí. Pero sobre todo, tiene una manera de ser que desarma: una rebeldía tranquila y luminosa que no necesita explicarse. ¿Una prótesis biónica, como la que llevan muchas chicas en los vídeos y con alta precisión? De momento, cree que no la necesita.
Pero solo el acceso a una prótesis adecuada permitirá que todos alcancen la máxima funcionalidad y un correcto desarrollo físico.
«Perdí una mano, pero con la prótesis sentí que me quitaban el brazo»
Mientras, Amalia vuelve de una cita con su psicólogo en un coche adaptado. Saluda con un abrazo y en la mirada lleva fuerza. El jersey color teja que luce lo ha tejido ella misma, punto a punto, con una sola mano. Amalia Trinidad Calvar Moreira, de 47 años y vecina de Pontevedra, perdió la mano izquierda en un accidente laboral en el puerto de Marín. Pero ha conseguido lo que parecía imposible: volver al ganchillo, su refugio desde siempre. Ahora, con un sistema de anclaje diseñado por su marido, vuelve a tejer, porque es lo único que la despeja. Una trinchera contra los bajones y las ausencias.
Desde aquel 13 de agosto en que su vida cambió, Amalia se ha reconstruido como ha podido. El accidente le dejó secuelas físicas graves —una capsulitis en el hombro, dos vértebras rotas, el esternón fracturado— y una amputación que arrastra mucho más que la ausencia física de una mano. Lo peor no es la pérdida, dice, sino la prótesis mioeléctrica que le dieron, inútil para muchas de las tareas cotidianas. «No puedo ni pelar una zanahoria. Se tiñe con solo rozar una tela», cuenta, mostrando el guante de látex que la recubre. «Solo la uso para salir de casa», reconoce. «Tú la ves y dices: ‘¡qué sucia llevas la mano!’». En casa le pesa, le tira del brazo, le complica tender ropa o levantarlo.
Y ahí empieza su segunda batalla: conseguir una prótesis verdaderamente funcional. Lo que antes se conocía como biónica, capaz de mover los dedos. Porque lo que tiene no le sirve, y lo que necesita cuesta 30.000 o incluso 50.000 euros, fuera del alcance de los catálogos públicos. «La que me dieron cuesta 16.000. La que necesito, la vi en una clínica privada. Pero esa no me la cubren». En su caso, la mutua laboral debería hacerse cargo de todo, «de por vida». Pero la respuesta siempre es la misma: la que tiene es la que más dura, y no requiere revisiones anuales.
Lo que más la duele es la falta de información: nadie le explicó sus derechos. «Nadie te dice que puedes cambiar la silicona cada año o que tienes derecho a un mantenimiento cada seis meses». Ella tuvo que enterarse sola, a golpe de frustración y desgaste emocional. «Yo del accidente quedé amputada de la mano, pero vosotros me amputasteis hasta el codo», dice. Recuerda el impacto al recibir la prótesis: «Si me pinchan, no sangro. Me dieron una bolsa con todo y la prótesis. Yo la hubiese metido en la maleta y devuelto la maleta».
Fue tal el rechazo, que pidió que le pusieran el guante negro, el tono más oscuro posible. «Total, soy muy blanca. Pero no quiero disimular más». No quiere ocultar su amputación, quiere visibilizarla. «No quiero esconder nada. Quiero vivir. Quiero tener una vida lo más digna posible».
La falta de autonomía también se traduce en un peaje físico: todo lo hace con un solo brazo. Se mantiene activa, pero el cuerpo acusa el esfuerzo. «El día que me ponga la prótesis buena, me va a sobrar tiempo», sonríe. Mientras, teje. Teje con paciencia, porque no se resigna. Porque no reclama un privilegio, sino una herramienta que le devuelva gestos sencillos, vitales.
El accidente ocurrió mientras trabajaba con bobinas de acero. Varias toneladas se le cayeron encima. «Podía haberme quedado allí», recuerda mientras encaracola su cuerpo imitando la postura que tuvo que adquirir hasta su rescate. El mentón pegado al pecho. Amalia muestra un agradecimiento total a sus compañeros, que la sostuvieron. Tras el alta, su vida dio un giro: tuvo que comprarse otro coche, adaptarlo, sacarse de nuevo el carné. Costearlo todo.
Ahora, su lucha es otra: la burocracia. «Si lo que me pasó puede servir para que otros sepan que tienen que pelear, bienvenido sea. Porque esta burocracia hunde mucho a un paciente». Denuncia que el sistema no permite probar otras prótesis. No hay opción a comparar, a ajustar. Se da por sentado que la que ofrece la mutua es suficiente. «Como si fuera una medicación, deberían dejarte probar cuál te sirve mejor. Es importante sentir que no es un lastre. No pido un milagro, pido una herramienta».
Siente que lo que lleva, más que una prótesis, es un disfraz. «Solo hace pinza con el índice y el pulgar, y gira. Está diseñada para disimular, como una muñeca de plástico». Y ella no quiere disimular. Mientras, teje su vuelta a la esperanza. Les falta una mano, pero no pierden el pulso.
«Solo hay prótesis biónicas para los biamputados»
El presidente de Agapa (Asociación Gallega de Personas Amputadas), José Cougil, destaca que actualmente hay avances en el catálogo a nivel gallego: las prótesis biónicas ya están incluidas en el catálogo del Sergas para quienes trabajan, pero no para quienes hacen deporte profesional —diferentes a las de caminar— . «Solo si te faltan dos manos», por ejemplo, contarías con el modelo avanzado. Solo biamputados. Cougil explica que hay menos casos de amputaciones infantiles por enfermedades como la meningitis, gracias a la vacunación, pero aún se dan casos en adultos vinculados a la diabetes. Él mismo, en su caso personal, tuvo que pagarse prótesis más avanzadas de forma privada, con un coste de 40.000 euros y por un accidente de trabajo y otros factores.
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