Leía el pasado miércoles en este mismo periódico una entrevista al escritor Juan José Millás acerca de su último libro, ‘Ese imbécil va a escribir una novela’, y a la pregunta de ¿cómo llevas la vejez?, Millás respondía: «La vejez es un territorio ignoto, es un país sin cartografiar al que llegas un día sin saber nada. Es un proceso paulatino, no es que sea de repente, pero sí hay un momento en el que dices: ya he entrado y este es mi país (…) Sé que me moriré, lo tengo asumido y aceptado, no me importa, sin embargo sí tengo miedo a la decrepitud, la soportaré mal; no sé si la soportaré». Cuando leí esas palabras pensé que, sin haber llegado todavía a la vejez, pero avanzando sin miedo hacia ella, no podía estar más de acuerdo, porque la vejez no da miedo, la muerte en la vejez no da miedo, lo que más miedo da es la decrepitud, la soledad, la confusión de no saber quiénes somos, el olvido y la forma deformada con la que recordamos lo que fuimos y olvidamos lo que somos.
No habían pasado ni diez minutos tras leer la entrevista cuando escuché en la radio que un cayuco con más de 100 inmigrantes a bordo había volcado a pocos metros del puerto de La Restinga en la isla del Hierro. La noticia era conocida y enseguida hablaron de muertos a pesar de que salvamento estaba allí, junto a ellos, porque el cayuco estaba siendo remolcado cuando volcó y los hombres, mujeres y niños que llevaban diez días protegidos por su cascarón fueron escupidos al mar cuando rozaban su sueño tras tantas historias de pobreza, guerra, hambre, barbarie y desolación que nunca sabremos.
La tragedia acabó con la vida de cuatro mujeres y tres niñas y una vez más el horror nos acribillaba en nuestro mundo de imperfecciones casi perfectas, mientras el debate de qué hacemos y dónde metemos a los inmigrantes no acompañados sobrevuela nuestro espacio político con discursos del todo innecesarios, cuando el mundo lo que más precisa es solidaridad, protección y un grado responsable de sincera humanidad. Pero ya se sabe, cuando la política habla, los hombres de buena voluntad se esfuman.
Vuelvo sobre las palabras de Millás, más cabizbaja y dolorida, y el eco de la desesperación en el mar me recuerda que nosotros tenemos la fortuna de envejecer y temer por nuestra decrepitud porque el mar nos colocó en la orilla correcta a cientos y miles de kilómetros de donde la vejez no llega.
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