Yo no debía estar allí. ¡Ojalá no hubiese estado nunca allí! No me tocaba. Yo estaba en Londres por otro tipo de información, deportiva, pero muy distinta a la final que se iba a jugar, el 29 de mayo de 1985, en el estadio Heysel, de Bruselas, entre la Juventus de Turín y el Liverpool inglés. Yo tenía un vuelo ese lunes, 27 de mayo, hacia Barcelona para regresar a la redacción de ‘El País’, en Catalunya. Ahí era donde yo trabajaba entonces.
Pero mi jefe de Madrid me pidió que cambiase el vuelo, comprase un Londres-Bruselas (“ahora mismo nuestra secretaria te enviará el bono del hotel”) y cubriese la final de la Copa de Europa. No había equipos españoles, ni excesivo interés por aquel encuentro, pero el periódico quería mantener la acreditación permanente para la final de la Copa de Europa, cosa que estaba en juego si el medio no acudía a cubrir la información algún año. Es la competición talismán del Real Madrid, ya saben.
Uno, que nunca ha desobedecido a sus jefes, que siempre lo han tratado de maravilla, cumplió, no las órdenes, sino la petición, la sugerencia, el ruego. A nadie le desagrada una final. Y, claro, nada más llegar a Bruselas e instalarme en el hotel, hacia las seis de la tarde, ya tarde, hora de cenar en la capital belga, me fui a dar una vuelta por la ciudad.
Y ya entonces, sin ser ni adivino ni experto en materia de tragedias, de desgracias, de líos varios, pero conociendo especialmente a los ‘hooligans’, empecé a temerme lo peor. No hacía falta ser Charles Ferdinand Nothomb, ministro del Interior de aquel Gobierno belga, que fue quien no tuvo más remedio que dimitir el jueves, para saber que allí, en Bruselas, en Heysel o donde fuese, se iba a liar.
Tragedia del estadio de Heysel. / Emilio Pérez de Rozas
No solo muchas de las terrazas y bares de la Grand Place, de Bruselas, estaban repletos de hinchas ingleses, muchos borrachos y violentos, sino que ya había varios escaparates que se habían quedado sin cristales, divertidas peleas entre los mismos aficionados del Liverpool y, por descontado, multitud de mofas y ‘agresiones’ al pobre Manneken Pis, ese niño orondo que orina simpáticamente, en una esquina de una calle casi invisible de Bruselas, sobre el cuento de la fuente.
Aquello y no me refiero, no, al gracioso ‘pis’ del Manneken, sino al ambiente de la ciudad, a 48 horas de la final europea, ya olía mal. Y así se lo hice saber a mi redactor jefe cuando le llamé, a última hora de la tarde, para decirle que me había instalado y no me gustaba nada lo que estaba viendo. “Pues, si no te gusta, escríbelo, anda”. Y mandé una crónica, no muy larga, a dos días, insisto, de la final.
Al día siguiente, todo empeoró. Empezaron a llegar, no solo las expediciones deportivas de cada equipo, sino el grueso de aficionados del Liverpool y Juventus. Había una diferencia ostensible, muy notoria y, por descontado, muy importante y que, posteriormente (todo ocurre posteriormente), sería clave en la tragedia, al ser el tuétano de la desgracia: los hinchas del Liverpool eran, en su mayoría, auténticos ‘hooligans’; los hinchas de la Juve eran, simplemente, aficionados, seguidores, familias, eso, familias, empezando por los abuelos y terminando por los bambinos.
Todo eso se fue notando en el ambiente y en la vida de la ciudad. Y, por descontado, en las intimidaciones, desplantes y pequeñas reyertas, cierto, muchas insignificantes, entre ‘hooligans’ y familias en calles, plazas, terrazas y restaurantes. Pero lo peor de todo, lo más horrible, aquello que muchos intuimos y el Gobierno al que pertenecía el tal Charles Ferdinand Nothomb no se estaba enterando, es que allí se estaba cociendo algo, había un embrión de desgracia, de enfrentamiento.
Cuando digo que el Gobierno belga, que, insisto, se vio obligado a dimitir en masa a las 24 horas de recoger 39 cadáveres (32 italianos, 4 belgas, 2 franceses y solo un inglés) y atender a cientos de heridos por culpa de la negligencia, improvisación, desprecio y descuido de sus gobernantes, no se enteró de nada es que, como máximo aviso, como la gran panacea de su despliegue, se limitó a pregonar que la venta de bebidas alcohólicas estaría prohibida en cinco kilómetros a la redonda del estadio Heysel. ¡Mentira! ¡Mentira! ¡Mentira!
La tragedia, el derrumbe, el desprendimiento, el aplastamiento, la caída de los cadáveres y heridos en el foso de uno de los goles, aquel en el que los aficionados italianos fueron acosados y empujados por los ‘hooligans’ ingleses, ocurrió algo más de una hora antes de que diese comienzo la final.

Tragedia del estadio de Heysel. / Emilio Pérez de Rozas
La improvisación del Gobierno belga fue tal que, producida la desgracia, no había medios suficientes, ni policía, ni ambulancias, ni bomberos, ni asistencias para atender a tantos heridos y muertos, teniendo que improvisar el aparcamiento de detrás de la tribuna para depositar los cadáveres y taparlos con lo que tenían a mano.
Eso sí, como la ciudad estaba absolutamente desértica, las asistencias, de todo tipo, pudieron llegar a Heysel con rapidez, pero ya tarde. Se fue la luz, se rompieron todas las comunicaciones (pese a que el primer móvil, Motorola, apareció en 1983, nadie en Heysel tenía móvil) y el estadio, ahora remozado pero, entonces, viejo, quedó absolutamente aislado. Aislado y regido, tanto cívica como deportivamente, por auténticos irresponsables, que solo pensaban, al parecer, en seguir preparando la final.
Yo, que me encontraba ya instalado en la tribuna de prensa, era uno de los poquísimos periodistas españoles que se encontraba en el estadio. Estaba el maravilloso, fantástico, amigable y gentil José Ángel de la Casa, recientemente fallecido, que se encontraba enclaustrado, allá, en lo alto de la tribuna, en su cabina de narración de TVE; estaba Miguel Moreno, eterno y magnífico fotógrafo de la revista ‘Don Balón’ y había un veterano periodista del diario ‘As’, cuyo nombre me permitirán no escribir pues, lo siento, pero trae mala suerte.
El primer golpe de vista y en cuanto te acercabas a la zona de la tragedia era que allí había decenas y decenas de muertos. Insisto, el descontrol, la desorganización, era tremendo. Y, por descontado, la falta de información absoluta. El caso era que había que contárselo al periódico, pero no tenía forma humana (ni técnica) de poder hacerlo.
Y fue entonces, divina inspiración, cuando se me ocurrió pensar que José Ángel estaría desesperado, allá arriba, en lo alto de su cabina, solo, encerrado, incomunicado, sin compañero alguno que le ayudase a interpretar lo que estaba sucediendo y, peor aún, sin poder contárselo a sus millones (fieles, muy fieles) de telespectadores.
Yo pensé, como así ocurrió, que mi gran amigo y mejor periodista, Luis Gómez, entonces en Deportes y, ahora, responsable de la sección de Madrid de ‘El País’, estaría viendo y escuchando TVE y, por tanto, pensé “subo arriba a la cabina de José Ángel, le cuento todo lo que sé y lo que ha pasado y Luis toma nota y me improvisa la primera crónica”. Dicho y hecho. Deberían haber visto la cara del monstruo De la Casa cuando me vio llegar. Estoy salvado, pensó. La verdad es que se pasó 40 años agradeciéndome aquella visita. Y yo a él, aquel micrófono. Y Luis, mi idea. ¿Los jefes?, sí, sí, los jefes nos felicitaron, sí.

Tragedia del estadio de Heysel. / Emilio Pérez de Rozas
Ni que decir tiene que tras bajar de la cabina de José Ángel, todos asistimos con perplejidad y sorpresa, perplejidad ¿verdad? que aún hoy, 40 años después, perdura, a que se jugase la final. Aún resuenan en nuestros oídos las palabras pronunciadas, no sé si al unísono, por los dos capitanes, Phil Neal (Liverpool) y Gaetano Scirea (Juventus), cuando anunciaron por megafonía, una vez restablecidas las comunicaciones: “Vamos a jugar por vosotros”. El ‘vosotros’ también contemplaba los 39 cadáveres extendidos en el parking de tribuna y los cientos de heridos que albergaban los hospitales de Bruselas.
No solo los dos equipos habían acordado que se jugase la final, también las autoridades estuvieron de acuerdo en que se jugase aquel partido, que acabó ganando la Juve (1-0), de penalti inexistente (solo le faltaba eso a aquella tremenda infamia), marcado por Michel Platini, que acabaría siendo presidente de la UEFA.
Lo digo porque tanto el tal Ferdinand Nothomb como su jefe de policía, el capitán Johan Mahieu, al mando de aquel desastre, y hasta el mismísimo alcalde de Bruselas, Hervé Brouhon, decidieron que debía jugarse el partido “para evitar una guerra civil”. La guerra ya había terminado con 39 muertos y cientos de heridos. La guerra que habían ignorado desde el lunes.
Tras redactar mi primera crónica de la tragedia, de regreso a pupitre de prensa del estadio, Miguel Moreno y yo llegamos, bien entrada la madrugada, al hotel que compartíamos. Recuerdo que al despedirnos, antes de que yo redactase una tercera crónica (la primera fue obra de Luis Gómez) para la edición de Madrid y Barcelona ciudad, que eran las ediciones que más tarde se cerraban, le dije : «Miguel, mañana nuestro vuelo sale a las 11 de la mañana, yo, a las seis, me acercaré al estadio, pues quisiera ver y fotografiar todo aquello e imagino (imaginé bien) que, con la acreditación de la final, me dejarán entrar”.
Miguel, que poseía una de las caras más expresivas que he visto en mi vida, me miró fijamente a los ojos (los dos teníamos, más o menos, la misma altura, poco más de metro y medio) y, mientras cargaba con el peso de su inmensa maleta de objetivos y cámaras, me dijo con un ridículo chorrito de voz: “Emilio, yo a ese cementerio no volveré en mi vida”. Y no vino. Ni volvió.
Yo sí fui. Creí que debía ir, aunque los policías que estaban en el estadio de Heysel solo me dejaron hacer un paseo de quince minutos por el arrasado gol. Era todo un pedregal, una fosa común donde habían fallecido 39 personas, posiblemente muchas de ellas por asfixia.
Lo que sí pude comprobar fue la gran mentira que el tal Ferdinand Nothomb había difundido días antes a la final. Las gradas estaban llenas de zapatos, ropa, banderas, bufandas, gorras y botellas de cervezas. Perdón, ¡cajones de cerveza! Y es que unas decenas de paisanos codiciosos habían acudido con furgonetas y pequeños camiones, repletos de cajas de cerveza, y las habían vendido, en efecto, en los alrededores del estadio, pese a la orden de Ferndinand Nothomb.
Recuperé a Miguel Moreno en el aeropuerto de Bruselas, le conté lo que había visto (no le pude mostrar las fotos, pues nuestras cámaras de entonces eran analógicas, no digitales) y él, cómo no, reforzó su decisión de no haberme acompañado. Miguel seguía impactado por todo pero, muy especialmente, por el hecho de que se hubiese jugado el partido.
Recuerdo que 18 años después, llamé a Miguel. Quería comentarle que, después de que a la salida de un Catania-Palermo, de la Serie A del ‘calcio’, mataran a un policía, que se hizo, lógicamente, popular, Filippo Raciti se llamaba, Antonio Mataresse, entonces presidente del fútbol ‘azzurri’, impidió que se suspendiese la jornada del campeonato de Liga, bajo el argumento de que “el fútbol no se puede parar, el fútbol es una industria. La FIAT se recuperó sin pararse”.
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