En la España de los setenta se bromeaba, y mucho, a propósito de los estrictos horarios de la televisión. La Primera, indefectiblemente, cerraba a medianoche. Nos ponían el himno con fondo de imágenes laudatorias del Generalísimo y, de ahí, a una eterna cartela llamada «carta de ajuste» hasta el día siguiente. Así que, a esa hora a falta de otros alicientes, todos a la cama que hay que madrugar. Y, claro, tan pronto, costaba coger el sueño, y no eran pocos los que se ponían a hacer hijos. Entonces, no se utilizaban expresiones malsonantes.
El chiste era que el Régimen, tan rudimentario, utilizaba esta medida para que a la patria no le faltaran hijos. Lo cierto es que el Régimen tenía la mano larga, pero no tanto como para meterse en la cama. Había otras medidas, mucho más sutiles y efectivas pero más drásticas, para traer españolitos al mundo.
Ha sido la medida anunciada la semana pasada por Putin la que me ha trasladado a aquellos tiempos remotos. El sátrapa de Moscú, ante el enorme problema demográfico que padece Rusia –la natalidad está a niveles del siglo XVIII–, ha proclamado que debería «estar de moda» tener siete o más hijos por familia. Ha preguntado a sus asesores qué se podía hacer y los linces del Ministerio de Cultura han propuesto suprimir las series extranjeras que no fomenten la familia tradicional.
En un contexto autoritario, como es el de la Rusia actual, parece una idea eficaz pero, realmente, complicada de llevar a cabo. No porque suponga para Moscú una especial complicación prohibir lo que haga falta prohibir. Sino porque será misión imposible encontrar en Netflix, Max, Prime o, incluso Disney, series que promuevan las familias con siete hijos o más.
La lista de series antifamiliares se hará oficial tras el verano. De momento se han anticipado algunos títulos como «Sexo en Nueva York», «House of Cards», «Juego de Tronos» o «Harry Potter». Lo de «Sexo en Nueva York» es entendible, pero no acabo de encontrar la razón por la que «Harry Potter» va contra la familia tradicional. Que se sepa la orfandad y la adopción no van contra la natalidad. Verás cuando se entere J. K. Rowling, que no se anda con chiquitas.
Despropósitos de países autoritarios aparte –recuérdese el daño que se autoinflingió China con la política del hijo único–, el del invierno demográfico es un problema que debiera preocupar no solo en las dictaduras, sino también en las democracias, donde el fomento de la natalidad tiene mala fama y se considera retrógrado.
En las democracias liberales se está utilizando la demografía como arma de confrontación política. A propósito de la concesión del Premio Princesa de Asturias al demógrafo Douglas Massey, no por casualidad experto en migraciones, nuestro demógrafo de cabecera Rafael Puyol, presidente de UNIR y de la Real Sociedad Geográfica, escribía un clarificador artículo en este periódico. «Sigue habiendo un gran desconocimiento acerca del estado actual de las principales variables demográficas que desemboca en toda una pléyade de mitos, prejuicios, falsas creencias o suposiciones infundadas –se puede leer– . Pero todavía es peor el uso espurio de la disciplina para defender determinados posicionamientos ideológicos o políticos». A buen entendedor, pocas palabras bastan.
En torno a la demografía existen creencias que llevan a los regímenes autoritarios a medidas ridículas como el todos a la cama del franquismo o la prohibición de las series antifamiliares de Putin. El profesor Puyol desmiente algunos de esos mitos, asumidos por partidos extremistas. ¿Vivimos una situación de «explosión demográfica»? «No es así», responde. ¿La natalidad es muy alta en todas las naciones en desarrollo? «No es así». ¿La inmigración está desbordada en nuestras sociedades? «No es así». ¿El crecimiento demográfico no va a cesar nunca? «No es así». ¿Las políticas de población no sirven para nada? «No es así». ¿El envejecimiento es ante todo un problema? «No es así».
No sé cómo llevamos el resto de asignaturas, pero en Demografía, que no es precisamente una María, nos podemos dar por suspendidos.
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