Si no fuera porque habitamos tiempos de cierta opulencia, cabría pensar que el fémur que se precipitó al vacío desde un piso en la plaza de la catedral de Oviedo podría ser el sustento de un “sustanciero”, personaje que en la posguerra paseaba por las calles un hueso de jamón atado a un cordel y a cambio de unas perras lo alquilaba durante unos segundos, introduciéndolo en las ollas de los pobres para darle sabor al caldo. Así se alimentaba la gente que estaba en los huesos, que no tenía un ceneque que echarse a la boca.
Quien avisó el domingo a la Policía pensando que semejante resto humano pudiera tener dudosa procedencia, pinchó en hueso: el fémur en cuestión es propiedad de un médico jubilado que habita una vivienda con vistas a la seo, con autorización desde hace más de cuarenta años para guardarlo y preservarlo. Al parecer, semejante reliquia ósea de la pierna estaba cogiendo moho, de manera que su dueño lo lavó, lo limpió y lo puso a secar en el balcón. El resto del sorprendente suceso parece responsabilidad de una ráfaga de viento que hizo que el fémur diera con sus huesos en el asfalto, en caída libre.
Indagar de quién era ese fémur que pudo caerle encima a cualquier dominguero de terraza en la hora del vermú da para el argumento de una novela de suspense. ¿Sería el hueso de un miliciano, de un legionario, de un estraperlista? Por fortuna no cayó sobre el adoquinado una mano esquelética, que con tanta falange seguramente se encontraría al resguardo de un militante de Vox.
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