Juan José Martínez Jambrina es psiquiatra y director del Área de Gestión Clínica de Salud Mental de Avilés
«La broma infinita» (1996) es una curiosa novela de David Foster Wallace (DFW) (1962–2008) donde el autor disecciona la sociedad norteamericana haciendo un énfasis especial en el fenómeno de las adicciones sin descuidar un repaso a rasgos nucleares de los ciudadanos estadounidenses, caso del consumismo, la soledad o una incierta y nunca bien acotada carga de tristeza estructural.
La expresión «broma infinita», según explicó DFW, la tomó del «Hamlet» de W. Shakespeare. En la primera escena del quinto acto, un sepulturero entrega a Hamlet una calavera que éste reconoce como la de Yorick, bufón de la corte y uno de sus preceptores en la infancia. Al tenerla en sus manos, Hamlet dice: «¡Ay, pobre Yorick! Un hombre de bromas infinitas y de fecunda imaginación».
Una broma infinita fue la expresión que me vino a la cabeza cuando, hace un par de meses, Jason Zweig, influyente periodista financiero del Wall Street Journal (WSJ), publicó en ese medio un artículo sobre su buen amigo Daniel Kahnemann (DK) (1934-2024) psicólogo, matemático y Premio Nobel de Economía en 2002.
En su fascinante artículo, Zweig informa al mundo de que Kahnemann había fallecido el 27 de marzo de 2024 en una clínica suiza tras haber solicitado el suicidio asistido. Todo esto era desconocido para el público y solo estaban al corriente su círculo familiar, liderado por su pareja Bárbara (viuda de Amos Tversky) y algunos de sus mejores amigos entre los que estaba Jason Zweig.
Al parecer, durante el mes de marzo de 2024, cumplido los 90 años, Kahneman comenzó una representación bastante planificada de su despedida de la vida: se fue con su familia a París y allí disfrutó con ellos de buena gastronomía y bellos paisajes. Durante las mañanas de aquellos días, enviaba correos electrónicos a sus amigos más queridos donde les transmitía que había tomado la decisión de poner fin a su vida: «Esta es una carta de despedida que estoy enviando a mis amigos para decirles que estoy camino a Suiza, donde mi vida terminará el 27 de marzo». La reacción de su familia y amistades fue casi unánime, intentando que diese marcha atrás en una decisión tan dura. No había una enfermedad terrible: Kahneman se quejaba de que sus riñones estaban en las últimas, pero como pueden estar los de alguien con 90 años a la espalda. También apoyaba su resuelta decisión de morir en una «frecuencia» al alza de «fallos de memoria», para concluir que «ya es hora de partir, antes de que tenga que sufrir el sufrimiento que supone el agravamiento de estos deterioros». Kahnemann había asistido a la muerte tras procesos de demencia de su madre y de su primera esposa. Pero cuando murió, su situación no comportaba un sufrimiento importante ni un deterioro cognitivo llamativo. Al menos, según sus íntimos, que son quienes han informado de todo este excepcional procedimiento.
Parece que su familia no supo de sus propósitos hasta el día antes de su muerte. Kahnemann, en el artículo escrito por Zweig, describe haber sufrido mucho viendo sufrir a sus seres queridos. Esto es realmente curioso que le suceda a alguien tan metódico en sus actos, siempre tan decantados.
Daniel Kahneman fue una gran figura de la psicología y la economía: redefinió nuestra comprensión del juicio y la toma de decisiones en condiciones de incertidumbre demostrando cómo los sesgos cognitivos sistemáticos y los atajos heurísticos conducen a desviaciones predecibles de la elección lógica. Su obra cumbre, «Pensar rápido, pensar despacio», popularizó la distinción entre el «Sistema 1» (rápido, intuitivo, emocional) y el «Sistema 2» (lento, deliberativo, lógico) de pensamiento, influyendo en disciplinas como las finanzas, la política pública y la bioética, entre otras.
Es paradójico comprobar como un autor que dedicó su vida a evaluar las consecuencias sociales de las decisiones unipersonales planifique su muerte basándose en razones íntimas, que encuentran sólido apoyo en la autonomía del sujeto, pero que incluyen apreciaciones, según sus colegas, como la del cálculo hedónico o del valor emocional de los recuerdos muy cuestionadas en su obra. Incluso el título del artículo con que Zweig da cuenta del «sarao» está encaminado a reforzar su faceta de gran pensador mundial, que busca evitar que la publicidad de su muerte pueda difuminar el gran legado de su obra científica. Pero parece imposible pretender que una persona con tamaña representatividad social pase a la otra vida sin que sus seguidores quieran saber como sucedieron ciertos acontecimientos.
¡Y no digamos sus detractores! Kahnemann fue un antifreudiano militante. Negó cualquier influjo del psiquiatra vienés pese a que hay conceptos con similitudes. Kahnemann era un cognitivista convencido de que su obra era un clavo más en el ataúd del psicoanálisis. Lapsus o actos fallidos no tenían nada que ver con su teoría de los sesgos cognitivos de origen «neuronal». El trabajo de Kahneman implica que gran parte del inconsciente («Sistema 1») es racional y adaptativo, lo que representa una desviación crítica muy significativa del psicoanálisis.
Pero hay ciertos puntos en los últimos días en la vida de Daniel Kahnemann que ponen en entredicho la valía de su obra y de su persona, en cuanto sujeto ético.
A fecha de hoy, pocas cosas resultan tan sencillas como recabar información para quitarse la vida si uno está dispuesto a ello. Daniel Kahnemann no era un desinformado. Y era consciente, porque así lo dejó escrito, que quien decida quitarse la vida por su propia mano debe hacer lo posible por no implicar a nadie en ese trayecto. No fue el caso. Preparó una despedida concienzuda y al alcance de pocos ciudadanos. Y no precisamente exenta de conocedores del hecho. No creo que el artículo de Zweig para el WSJ forme parte de la «performance». Pero va a dirigido a salvar la obra de su amigo de las críticas sociales ante el suicidio asistido.
Tampoco queda claro que la autonomía del gran DK estuviese a salvo si sus riñones estaban tan deteriorados y sus olvidos iban siendo cada vez más frecuentes. Nos quedará saber si era competente para tomar por sí solo esas decisiones, así como la participación real de sus familiares y el alcance de su sufrimiento. No debe ser tranquilo ni falto de emociones y tensiones ese inédito viaje en una soledad tan acompañada.
Cuenta el periodista Zweig que tal vez la frase que más recuerda de los intercambios epistolares entre ambos es un texto en el que Daniel le explica que los escritos que percibe como fallidos solo merecen ser destruidos, aunque le duela empezar de nuevo un texto: «no viajo con costos hundidos», le explicó Kahnemann a Zweig para ilustrar la falacia lógica en la que tantos seres humanos nos vemos atrapados cuando no damos marcha atrás en una decisión fallida porque pensamos que cuando triunfe nuestro proyecto recuperaremos los beneficios de tal manera que compensarán los sufrimientos.
Daniel Kahnemann, como todos los seres humanos, viajó toda su vida con el impacto que dejaron en su psiquismo las pérdidas de ciertos seres queridos. Por ejemplo. Como explicó Anna Freud, el primer mecanismo de defensa que ponemos en marcha cuando nos cae encima una pésima noticia es negar que ha sucedido. Por eso creo que la despedida de Daniel Kahnemann ondea entre la broma infinita o el último lapsus. Como cuando Carlos Castilla del Pino le explicó a Arcadi Espada que a él le había afectado en su vida más el no haber logrado la cátedra de Psiquiatría en 1960 que la circunstancia de la muerte del hijo. Y luego, se pasó la vida dando entrevistas para aclarar el entuerto. Eras la peste, Segismundo, eras la peste.
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