Marc Maury, maestro de ceremonias de Roland Garros, deberá corregir su célebre «deux mille cinq (2005), deux mille sis (2006), deux mille set (2007)…», – así hasta un total catorce fechas – cuando cite el palmarés de Rafel Nadal a través de los altavoces de la Philippe Chatrier. Después de este domingo el mallorquín tiene una Coupe des Mousquetaires más en su haber, aunque no se la podrá llevar a Manacor para exponerla en su museo porque es inmaterial.
El homenaje que recibió está muy por encima en espectacularidad y carga emotiva del que recibieron, por ejemplo, otros tenistas franceses contemporáneos e incluso que la celebración de la efeméride de los 40 años del triunfo de Yannick Noah, último galo campeón en su casa (1983).
Podrán renovar la tierra batida de la pista, o echar abajo el estadio y moverlo de sitio, pero la huella de un dominio tan aplastante durante dos décadas quedará impregnada para la eternidad. Su hazaña deportiva es inmortal y trascenderá a la persona, pero el personaje merecía que este reconocimiento no estuviese empañado por el amargo tránsito del tenista hacia su retirada.
Ahora entendemos por qué el ganador de 22 títulos de Grand Slam rechazó que la organización del abierto francés le agasajara el año pasado tras quedar eliminado en primera ronda ante Alexander Zverev. También lo corrobora el gris adiós en Málaga por la derrota del equipo español en la Copa Davis a manos de Países Bajos.
Nadal no calzaba sus zapatillas deportivas, tampoco llevaba atada la cinta en la frente ni cargaba su raquetero en el hombro al entrar a la Chatrier, como si de otra final se tratara, pero estaba en el lugar adecuado y, por encima de todo, en el momento que él eligió para cerrar el círculo tras portar la antorcha olímpica en París. Este ha sido, diga lo que diga el palmarés, su decimoquinto Roland Garros.
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