En el Sur del Líbano se calienta al sol una pequeña localidad entre aldea y pueblo, Batulai, cuyos habitantes se dedican mayoritariamente al pequeño comercio, la agricultura y la ganadería. Un sitio tranquilo, casi anacreóntico, demasiado diminuto y perdido para sufrir ataques aéreos de Israel, con una aplastante mayoría musulmana sunní, que se levanta al amanecer y se acuesta con el último rayo de sol. Ahí nació Mohamed Jamil Derbah a principios de los años sesenta, hijo de un modesto trabajador, que durante la mayoría de su vida laboral trabajó como camionero y taxista. Derbah siempre admiró a su padre, un devoto musulmán, que compaginaba la firmeza y la reserva con un carácter compasivo. Como la pobreza y la lejanía de las ciudades no estimulaba el estudio, Mohamed Derbah, desde la pubertad, tuvo que ganarse la vida, ferozmente decidido a labrarse un futuro. No quería simplemente vivir con comodidad. Quería hacerse rico, sacar a la familia de la pobreza, tener hijos con un gran matrimonio, practicar la ayuda de un buen musulmán a través de la conmiseración y la limosna. Pero, sobre todo, hacerse rico. De la riqueza procedían todos los dones. No había redención posible sin la bendición del éxito. Había que salir corriendo de la aldea y no importaba si se pisoteaba cualquier cosa en la huida.
De mediana estatura, hombros anchos y ojos claros, helados e inexpresivos, Derbah se dedicó a múltiples oficios pero, principalmente, al comercio. Son años poco o nada documentados, pero hacia 1985 se encuentra en Sierra Leona, según unos como un honrado comerciante con una pequeña furgoneta, según otros haciendo negocios con los militares de la republicana africana, y poco después conoce en Freetown a John Palmer, entonces un joven de 35 años que acababa de instalarse en el sur de Tenerife como fingido turista, un joyero británico de vacaciones con camiseta, pantalones cortos y cholas enfundadas con calcetines. Dicen que Palmer se quedó prendado con la astucia y la energía de Derbah y le invitó a trabajar para él a Canarias, al sur de Tenerife. Otras fuentes sitúan a ambos, juntos y en buena compaña, de nuevo en Sierra Leona en 1991, cuando estalla la guerra civil por la rebelión del Frente Revolucionario Unido bajo la férula de Foday Sankoh. La guerra costó 50.000 muertos y medio millón de desplazados. Los mejores conocedores de la vida y milagros de Palmer aseguran o insinúan su actividad en Sierra Leona como traficantes de armas. A su lado, Mohamed Derbah, chófer y guardaespaldas, que prosperó rápidamente.
Los primeros años noventa fueron los de su despegue en la organización de Palmer en Tenerife, cada día más compleja y ramificada, aunque centrada básicamente en el negocio de la multipropiedad, la protección y la prostitución. El libanés paso de chófer y guardaespaldas a jefe de seguridad de Palmer y sus intereses. Después, supuestamente, fueron socios, aunque a Palmer los años le acarrearon sospechas y desconfianzas. Vigilaba a su propia sombra. Judicialmente se sentía muy seguro. Iba y venía a menudo de Inglaterra -donde acumulaba un patrimonio inmobiliario destacado- mientras su estafa del time-sharing funcionaba sin cortapisas. Las denuncias se pudrían en los juzgados. Invariablemente. Años atrás Derbah había traído a Tenerife a sus hermanos y trabajaban con él. Sus órdenes eran siempre cortas, taxativas, precisas. Le gustaba estar informado hasta el último extremo de cada operación, negocio, oportunidad, saldo. Detestaba la improvisación y a la gente que, sin ser Mohamed Derbah, pretendía salirse con la suya. A finales de los noventa surgió una ocurrencia: salir del sur y plantarse en Santa Cruz de Tenerife. No porque en la capital se moviera más dinero, sino para aproximarse más al poder político-institucional. «El poder es como los bienes raíces», dijo ese maravilloso presidente ficticio que es Francis Underwodd. «El poder sobre todo es ubicación, ubicación, ubicación, ubicación». Compraron el local del desaparecido cine Rex, muy cerca del ayuntamiento de Santa Cruz, de la subdelegación del Gobierno y del Parlamento de Canarias, y lo transformaron en una bolera espléndida. La noche de la inauguración se concentraron ahí cientos de cachorritos y algunas viejas hienas de la burguesía chicharrera, y el alcalde, Miguel Zerolo, tiró la primera bola. Casi consigue un strike. Todo por intimísima invitación y gratis total, por supuesto.
La bolera no tuvo mucho recorrido. Principalmente porque en mayo de 2001 el juez Baltasar Garzón, que regresó a la Audiencia Nacional después de su desgraciada travesía política en el felipismo crepuscular, detuvo a John Palmer, quien sería después condenado a ocho años de prisión por estafa. Palmer, según la investigación de Garzón, controlaba once apart-hoteles, aparte de otros negocios más o menos legales o legalizados (o no) en Granadilla, Arona y Adeje. Le atribuyeron una fortuna que superaba los 300 millones de libras esterlinas (355 millones de euros). De nuevo se levantaron rumorologías huracanadas que señalaban que Palmer había caído por una traición de Derbah. Se antoja muy poco probable. Ya por entonces ambos habían roto relaciones mercantiles (las nombrables y las innombrables) y lo hicieron sin maldita confianza, pero sin broncas, salvo algunas provocaciones -eso sí, nada civilizadas- de los hombres de Palmer. El mismo Garzón también detuvo al libanés y a otras 17 personas de su organización en noviembre del mismo año. La misma acusación, estafa, con otros delitos vinculados, como extorsión y falsedad en documento público. El magistrado explicaba en sus autos que Derbah y los suyos vendían apartamentos de multipropiedad que, en realidad, no existían.
Pasó más de año y medio en prisión incondicional y sin fianza. Comparado con lo de Sierra Leona, tonterías. Garzón, que siempre demostró un espíritu chapucero en las instrucciones, no pudo encontrar pruebas sólidas para procesarle -llegó a rastrear una supuesta relación del libanés con Al Qaeda- y se vio obligado a soltarle. Esa mañana Derbah abrazó a su familia, rezó al Misericordioso, almorzó con todos y, por la tarde, mantuvo su primera reunión de trabajo en libertad.
En lugar de esconder entre oscuridades y silencios su poderío, la meta fue insertarse plenamente en la sociedad tinerfeña
Entonces comenzó la segunda parte de la biografía de Mohamed Derbah, señor de sus destinos, su sangre y sus secretos, en la isla de Tenerife, donde el silencio sale asombrosamente barato. Los objetivos eran muy claros: recuperar lo perdido económicamente, reorganizar y consolidar las sociedades sólidamente con nuevos responsables más profesionales, blanquear su imagen como un hombre de negocios exitoso, desde luego, pero común y corriente, casi uno de los nuestros. En lugar de esconder entre oscuridades y silencios su poderío, la meta consistía en insertarse plenamente en la sociedad tinerfeña, incluso (de vez en cuando) ponerse bajo los focos. Antes debió enfrentarse a una rebelión familiar, cuando sus dos hermanos (Sam y Hatem) quisieron derribar la monarquía familiar y compartir (al menos) parte del poder. No lo consiguieron, pero siguieron en el clan. Son casi veinte años en los que Derbah ha mantenido una expansión moderada (un apartahotel, restaurantes, bares, locales de alterne, pisos y locales comerciales en alquiler y más recientemente tiendas de cannabis) y ha cultivado una suerte de marketing social propio, en el cual juegan un papel central las relaciones públicas con representantes de todos los poderes. En mayo de 2017 se presentó una suerte de biografía, Desde las orillas del Líbano a las costas de Tenerife: la verdadera historia de un emprendedor, en el Auditorio Infanta Leonor, en Los Cristianos. Asistieron unas 450 personas, entre ellas, el alcalde de Arona, José Julián Mena, y el de Santiago del Teide, Emilio Navarro, así como concejales de Adeje o Granadilla de Abona. Y una docena de conocidísimos y muy emperifollados empresarios del sur. Y responsables policiales. Y algún que otro funcionario de los juzgados de varios partidos judiciales. Todos aplaudieron a Derbah, que solo subió al escenario minuto y medio para dar las gracias y ovacionar a Tenerife.
Ahora llega la tercera hora de Mohamed Derbah, de nuevo en prisión. Guerra interna de equipos e intereses policiales. Tráfico de drogas por un abstemio. Ejercicios cinegéticos de la prensa madrileña contra el PSOE. Políticos mediando entre risas en despachos y cafeterías. Mosqueo por un tipo que monta un partido político y tal vez pensaba montar otro. Derbah no es una anomalía. Es una normalidad que alimenta y se alimenta del verdadero Tenerife: el que no queremos ver porque nos pone a todos en nuestro sitio.
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