Apenas dos horas después de que la web de El Mundo hubiera publicado la noticia, Gustavo Matos, diputado socialista, vicepresidente del Parlamento de Canarias y miembro del comité ejecutivo regional del PSOE, anunció una rueda de prensa para el día siguiente. Después del mazazo se había separado de su familia y se metió en su rincón. A pensar. Primero buscó la fecha de la reunión con Mohamed Derbah en la cafetería de El Corte Inglés. Después, cuidadosamente, reconstruyó la entrevista misma, quizás apuntando lo que debería ser el núcleo de su versión: un probo servidor público y sobre todo un ciudadano responsable que alerta sobre unas irregularidades y tal. Después sin duda suspiró largamente y empezó a llamar por teléfono. Antes llamar a que te llamen. Por supuesto llamó a Santos Cerdán. Ya estaba informado. Y después a la secretaria de Organización de los socialistas canarios. Nira Fierro es una especialista en pronunciar palabras amables en un tono helado. Matos le transmitió lo de la rueda de prensa. «Voy a dar todas as explicaciones necesarias, voy a responder a todo lo que me quieran preguntar». «Me parece muy bien, estoy de acuerdo. Quizás sería bueno para todos que también lo explicaras en el partido». El resto de la noche no fue tranquila ni apacible. Tal vez algún wasapp muy esperado no llegó.
Gustavo Matos decidió ofrecer su rueda de prensa en el Parlamento. Curiosamente a lo largo de la misma insistió en varias ocasiones en que no se reunió con el empresario libanés como diputado, pero eligió brindar sus explicaciones en el Parlamento. No, no estuvo esa tarde en El Corte Inglés como diputado, pero el lugar de la convocatoria servía para que nadie olvidara la respetabilidad que confiere un escaño. El escaño como burladero. Llegó hecho un figurín, según su costumbre, con chaqueta azul y camisa blanca de El Ganso, mocasines marrones y su pelaso de Sandokán bajito y algo cargado de espaldas, por el lumbago o por la pesadumbre de la injusticia. Le esperaban una veintena de periodistas, fotógrafos y cámaras de televisión. Lo primero que hizo fue mostrar su asombro por tanto periodista junto y a continuación lamentar que los plenos y comisiones de la Cámara no recibieran la misma atención. Igual si invitaran a tomar café a Derbah en la tribuna de invitados del salón de plenos podía mejorarse la audiencia.
Matos empezó con voz firme y argumentos asertivos. Era muy grabe difundir una grabación que formaba parte de una investigación judicial. Muy grave. Un ataque al Estado de derecho gravísimo. Después dijo con la mirada rayada que detrás de las personas hay otras personas y se refirió a sus hijos. Me quedé de piedra. ¿Qué tenían que ver sus hijos en todo esto? ¿Por qué los citaba? Y entonces hizo lo más asombroso: intentó llorar. No, no es que intentara no llorar. Al contrario: intentó hacerlo, cerrando los párpados con todas las fuerzas de un curtido jugador de paddle, pero no le salió una lágrima. Miró el atril un momento y levantó la mano pidiendo unos segundos antes de continuar, como si estuviera a punto de desmoronarse, tan convincente como Dwayne Johnson interpretando a Macbeth. A partir de ahí, y sobre todo en el amplio turno de preguntas de los periodistas, Matos fue volviéndose más dubitativo, más confuso, más ambiguo, respondiendo sin responder a varias cuestiones, y eludiendo, sobre todo, a la triple pregunta central: ¿por qué se presentó en una cafetería para hablar con Derbah, por qué le creyó sin pruebas que estaba siendo sometido a una presión policial indebida, por qué le preguntó por la situación policial que sufría un particular con el historial del empresario libanés nada menos que al subdelegado del Gobierno? Pese a su hábil verbosidad de político avispado y abogado con cierta experiencia en el foro, Matos no aclaró nada o lo hizo con respuestas débiles que exigían otra explicación. «Yo estaba en el deber de informar a las autoridades si existen indicios de un delito», repitió una y otra vez, como agarrado a un flotador. Lo penoso es que no disponía de ningún indicio de delito. Todo lo que le mostró el abogado de Derbah (breve explicación superflua: que alguien se presente con un abogado al lado no convierte la reunión en un ágora de verdades luminosas y honrados caballeros) fueron unos vídeos en su teléfono móvil. Ni un papel, ni un documento, ni nombres precisos, ni hechos concretos. Ningún indicio sólido. Solo el empresario y su abogado hablando quejumbrosamente sobre el café y el vicepresidente del Parlamento escuchando. Cinco minutos, dijo. O puede que diez. O doce. Algo así.
Matos empezó a sudar hacia la mitad de la rueda de prensa. A los pocos minutos lo hacía copiosamente y comenzaba a empapar la camisa de El Ganso. Pidió un botellín de agua. Se bebió el cáliz en dos largos tragos. Explicaba que su conversación con el subdelegado del Gobierno duró 45 segundos. Es como si el diputado consultara en todo el momento su cronómetro durante la jornada, como Phileas Fogg en La vuelta al mundo en ochenta días. Con la conversación con el subdelegado -subrayó- se acabó el episodio. A los pocos minutos, sin embargo, reconoció que dos o tres días después llamó a Derbah y le reportó su conversación con la autoridad. Tardó justo esos dos o tres días que en la grabación le pidió al empresario para hacer esa llamada. Le leyeron las frases más escandalosas de la grabación publicada por El Mundo. En ningún momento negó que las pronunciara. Solo pidió que se leyeran otras, como aquellas en las que rechazaba un regalo del señor Derbah. Cuando terminó pareció satisfecho, empapado y cansado pero satisfecho, e intentaba recuperar su ritmo andarín. Cuarenta y seis minutos más tarde -diría Phileas Fogg- el PSOE emitía un comunicado anunciando la apertura de un expediente informativo a Gustavo Matos. Justo lo que hacen los partidos con sus cargos públicos cuando mantienen intacta su confianza en ellos.