Recorriendo el paseo del Muro, comentaba con un colega narrador, columnista de fama y poeta otrora (y sin embargo amigo) lo estomagante que me resulta la contemplación de ciertas personas. Ver apenas su careto y revolvérseme las tripas. Trump, Musk, Putin… Esos colores de piel o de no piel, ese cabezón fuera de sitio… Me tengo por tolerante y tal y cual; pero no me explico por qué ya solo el entrever sus fachas (DEL: traza, figura, aspecto) me descuajeringa.
–Tú tienes rencor de clase –me corta mi compadre, que es también experto en diagnosis–. Revuelve en tu infancia y en ella hallarás la causa de ese resentimiento arraigado y tenaz, de esa animadversión, odio, inquina, encono, aversión, aborrecimiento y tirria hacia cierto conjunto de personas que pertenecen al mismo nivel social y que presentan cierta afinidad de costumbres, medios económicos, intereses… –es asimismo mi copaseante experto en lexicografía y está matrimoniado con una psicoanalista, como ya habrán adivinado–.
Me fui a casa a revolver mi niñez, a buscarle explicación a ese coraje rabiosillo que me asalta: al rencor de clase. Y di con ella al leer la noticia de la muerte de Rik Van Looy, el ciclista belga de las 400 victorias, el gran esprínter, el feo a rabiar, el tipo al que –con esa rotundidad inexplicable de las convicciones– un servidor admiraba y adoraba. Pues bien, resulta que yo fui monaguillo de guaje. Y la monaguillez era profesión harto escalafonada. Se hacía cumbre honorífica cuando el párroco te designaba para llevar la cruz en alto por el pasillo central, en la misa mayor de los domingos: y era cargo vitalicio… mientras la infancia durase. Pues aun siendo yo de muy humilde condición, tan alto honor logré. Cierto maldito domingo, pasaba por Asturias la Vuelta Ciclista a España (creo recordar), con Rik Van Looy en el pelotón… pero pasaba justo a la hora en que yo debía encabezar el paseíllo monaguil y justo el día en que un emigrante miamés ricachón iba a rodar un súper 8 para llevarlo a los astures de Florida. ¿Ver a mi ídolo o salir en una peli? Noches de dudas sin dormir. Por fin, triunfó la religión (o mi exhibicionismo actoral). Mas cuando nos revestíamos los de la monaguillada, el cura me anunció:
–Hoy portará la cruz Fulanito. Su familia hace donaciones a la parroquia, no como la tuya. Y le hace mucha ilusión al crío y a sus padres salir en un filme.
De modo que formé entre la tropa monaga, con roquete y llorando, mientras Rik Van Looy le daba al pedal tan cerca, tan lejos. Ahí, justo ahí nació mi rencor social.
–¿Ves? –me preguntó mi amigo haciendo gala de retórica, disciplina en la que es experto igualmente–. Todo está en la infancia, boboncio. Una vez me contaste que tu padre te explicó a tus cinco años lo que era la patria preguntándote si no te daban ganas de tirarte de los pelos cuando veías a un extranjero y te abrasaba el ardor de darle un puñetazo. Cuando tú asentías, sentenciaba, según me dijiste: «Pues eso es la patria». Así que yo te digo lo mismo: ¿Que sientes arcadas cuando ves a los ricachos y a las ricachas de moreno falso salir en las pantallas y en las alfombras rojas y en La 1, a la par que se muestran las oscuras riadas pavorosas y los apandadores mascarilleros y la bestia ultra que avanza, y las ministras de modelitos y los ministros de traje marcapaquete azul y los gerifaltillos y gerifaltillas que hablan como si tuvieran algo que decir, cuando saben y sabes que todo es una sanata como las que inventara Fidel Pintos? Pues esas arcadas son el rencor social. Pero te conmino a que lo apartes de tus emociones o pensamientos. De no hacerlo, no llegarás a ninguna parte: ni llevarás la cruz ni Van Looy ganará la carrera.
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