Creo en las tradiciones y una de las mayores tradiciones del hombre es su propia familia y en ella, con papel destacado, los padres. A Joan de Sagarra algunos lo leíamos, siendo muy jóvenes, en el Tele-eXprés, primer periódico que conocí que tenía páginas color salmón (y no eran de economía sino de cultura). Hablo de los muy primeros 70. Eran columnas, las suyas, que oscilaban entre un humor implacable –ay de aquellos teatreros que, a él, hombre con gran afición por el teatro, no le gustaran– y una forma de mirar la ciudad que nacía de la melancolía y la trasposición del aire parisino.
En esa melancolía, mezclada con el whisky, volvía a estar la tradición paterna. Pronto aprendimos con cierta incomodidad que Joan de Sagarra se refería a su padre por escrito como Papá, lo que en alguien tan mayor y fuera del ámbito familiar quedaba raro para un lector. Y que, de su madre, la anécdota que más le gustaba contar –al menos lo hizo en repetidas ocasiones–, era la de su relación con el escritor Lawrence Durrell y aquí hay que decir que si alguien cumplió a rajatabla con el verso de Gil de Biedma ‘la burguesa propensión al mito’ ese alguien fue Joan de Sagarra. O el Nen Sagarra, como le llamaron. Lo hizo con la figura de su padre y lo hizo con la de su madre, especialmente cuando esgrimía en sus crónicas alguna carta y alguna que otra llamada telefónica en la noche, y al otro lado del cable estaba Larry (sic) y escuchando la conversación de Mamá en la oscuridad, el Nen Sagarra. O sea, que no me he movido de las tradiciones mayores del hombre, la familia, los padres y en su caso la cercanía, la intimidad del hijo único, un detalle proustiano –que no fue hijo único, Proust, pero como si lo hubiera sido.
De ahí saldría el periodista –o el cronista, la palabra le gustaría más y le va mejor al personaje– más afrancesado de todos los que ha dado el país en la segunda mitad del siglo XX. Y para mí, el mejor. Con la Chanson, con toda la literatura francesa de su siglo, con París siempre al fondo, y con la Legión de Honor en la madurez. Sin descuidar a Indro Montanelli, ni a un Josep Pla intermitente, ni a su padre como excelente retratista, ni su amor eterno –y literario– por Françoise Sagan –que a su vez tuvo una historia con Bernard Frank–. De ahí saldría, también, el hombre público: huraño y malhumorado, solitario, que en vez de lengua tenía no un estilete –como tantos– sino un sable. Un sable de esos con los que se celebraron las últimas cargas de caballería en Europa, un buen habano y una copa de Jameson. El ceño fruncido y ‘alerta mosques’: la construcción de un personaje, tanto por vía literaria como vital. Ha muerto a los 87 años, sin traicionarse. ‘No és tothom que ho pugui dir’, decía mi madre.
La última vez que estuve con Joan Sagarra fue en su tertulia dominical, en la terraza del barcelonés ‘José Luis’: ahí estaban con él sus amigos Juan Marsé, Javier Coma, Enrique Vila-Matas y Valentí Puig. Fue una mañana estupenda al aire de la primavera. Con Sagarra ahora, ya suman tres bajas y mirando marcharse juntos a los dos viejos amigos, Marsé y él, recuerdo que pensé en una historia de la literatura al margen. Al margen de cualquier establishment, del afán de poder, de la maniobra política y del dinero. Al margen de todo, salvo de la literatura y la memoria.
La primera había sido en el bar del Hotel Majestic, con Valentí Puig también, champán y una orquesta de jazz. El encuentro fue breve: me dio la impresión de que no era uno de sus mejores días. Pero entre ambas hubo una comida magnífica –y no sólo por las viandas– en Sa Roqueta, o sea Can Serapio, y aquí fuimos tres también: Sagarra, Mesquida y yo. Al cabo de unos días, Sagarra escribía en su crónica en El País: «Tomo el aperitivo –un Ballantine’s, no hay whiskey– en la terracita del Bar Bosch mientras aguardo a que Biel Mesquida y José Carlos Llop vengan a recogerme…» La velada fue memorable, el arroz a banda que comimos, superior, y así acabamos, en el automóvil de Mesquida, cantando los tres a voz en cuello y a toda velocidad. Hace de eso un cuarto de siglo.
Recogí aquella comida en una crónica dominical en Diario de Mallorca al modo de Bernard Frank, ya que a veces se comparten los maestros y sólo es propiedad privada el modo de acceso a ellos y su fecha, porque en ella –el tiempo– están la intensidad y la verdad de su conocimiento. Acudí a la manera de Bernard Frank pues me pareció la más apropiada para festejar a Joan de Sagarra en Palma y dejar huella de aquellas horas felices. Hoy he buscado esa crónica entre mis papeles y no la he encontrado. Ya saldrá. Las formas de irse, además de tozudas siempre atacan por varios flancos y esto ahora es un no parar.
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