Que sí, que España ama a Melody. Hay un cariñito que no se ha borrado desde que debutó con El baile del gorila. Y, claro, verla en Eurovisión hace hasta ilusión. Un sueño frustrado hecho realidad. Por ello, precisamente, que alguien en Serbia, Chequia y Polonia haya empatizado con ella en tres minutos resulta asombroso. Pues, si algo han premiado, por delante de su canción, ha sido su relato. Ha estado a punto de convertirse en la diva de Europa sin el apoyo unánime de su país: desde que ganó el Benidorm Fest, no ha habido consenso en torno a su canción. Por más vueltas que le ha dado, no ha estado a la altura de una intérprete prometedora. Una lástima: de otra forma, quizá, el puesto 24 que ha logrado en Basilea (Suiza) hubiera sido mucho mejor. No obstante, si bien el Micrófono de Cristal lo ha levantado Austria, hay que reconocerle la pasión dedicada. Hacía tiempo que una candidatura no despertaba tal interés.
Pese al inicio prometedor, la actuación ha sufrido una realización incoherente y estrafalaria. Sólo se salva Melody, siempre arrebatadora, siempre magnética. El resto parecía sacado de la típica verbena que, aunque divertida, bien entretenida, sólo tiene sentido en la España vaciada. Sin chispa alguna, Esa diva ha abusado de planos muertos y visuales triviales que la han debilitado. En el dance break, por su parte, ni siquiera ha participado. Y ojo a sus bailarines saliendo de la bata de cola: un truquito de magia que deja al de Soraya Arnelas en 2009 a la altura de El Mago Pop. Depositar toda esperanza en la escenografía, al final, como era de esperar, ha terminado de marchitar un paquete ya de por sí cogido con pinzas. Los 37 puntos que ha recibido la han colocado en la misma posición que alcanzó Blas Cantó en 2021.
A pesar de ser un animal escénico, su tema resulta tan irrelevante como Teenage Life (Reino Unido, 2006), Hero (Suecia, 2008) y Breathe (Montenegro, 2022). Eso sí, quien la haya oído sabrá que es España la que está detrás: no han faltado las castañuelas ni los zapateos, no vaya a ser que se nos olvide algún cliché. Da igual cómo la hayan maquillado, sigue sonando trasnochada. La nueva versión que, en marzo, tras semanas de críticas, RTVE presentó sólo ha gustado a los hinchas de la artista: querían darle garra, pero se pasaron frenada. Es tal el batiburrillo de arreglos que, por increíble que parezca, la original parece hasta buena. Al menos, no sonaba a maqueta de Gloria Trevi. Una propuesta que, en comparación con otras similares, como Luxemburgo y Malta, ha salido dañada.
Cero sorpresas con la victoria de JJ, uno de los grandes favoritos desde su elección. Austria recupera así un título que sólo ya ostentaban Udo Jürgens (Luxemburgo, 1966) y Conchita Wurst (2014). En esta ocasión, se ha decantado por una candidatura frenética que va creciendo poco a poco. A su torrente sonoro, además, hay que sumar la gran acogida que suelen tener las power ballads en el certamen. Ahí están, entre otras, Why Me? (Irlanda, 1992), Crisalide (San Marino, 2013), Undo (Suecia, 2014)… No hay medias tintas, Wasted Love ha ido con todo: concepto teatral y ejecución rigurosa mediante. Ha exprimido el escenario como nadie, creando un universo paralelo del que era imposible quitar la mirada. Un videoclip viviente que ha recordado al que Nemo, el último ganador, protagonizó en 2024.
La provocación de Israel
588 días después de iniciar una masacre en Palestina, Israel continúa blanqueándose en el certamen. Por segundo año, su participación ha sido controvertida. Poniendo, incluso, en peligro a las 9.000 personas que se han reunido en el St. Jakobshalle. De nada ha servido el intento de la Unión Europea de Radiodifusión (UER) por censurar las pitadas durante su actuación: mientras Yuval Raphael cantaba, su país seguía matando personas en Gaza. “Amanecerá un nuevo día, continuará la vida. La oscuridad se desvanecerá, todo el dolor pasará, pero nosotros quedaremos”, ha cantado. Metáforas sobre un conflicto que ha movilizado a distintas asociaciones en la última semana. Desde España, Blanca Paloma ha sido la primera artista en firmar una carta que pide su expulsión al considerar que emplea el concurso “como herramienta para encubrir crímenes contra la humanidad”.
En una gala sin sobresaltos, las presentadoras Sandra Studer, Hazel Brugger y Michelle Hunziker han aplacado cierto aburrimiento con dosis de ironía. El trío ha recogido el testigo de la ocurrente Petra Mede, la humorista sueca que dirigió la edición anterior. No les ha salido del todo bien, pero el gesto es de agradecer. En especial, durante las irritantes esperas hasta el veredicto. Menos mal que dos actuaciones han puesto la dosis justa de emoción: por un lado, Suecia se ha reído de sí misma con un trío guasón y nada acomplejado. Su canción es un homenaje a las saunas que tanto adoran, lo que les ha vuelto narcóticos en una edición de escaso nivel. Tres mozos trajeados provocando suspiritos, ¿el antimorbo? Parece que no. A la Europa más clásica le sigue enamorando el topicazo escandinavo. Por otro lado, Francia ha llenado la cámara por sí sola con una interpretación sublime. Tenía aura de ganadora.
Estonia, toma polémica
Letonia, Polonia y Noruega, en cambio, son los que mejor han aprovechado las oportunidades que la SRG SSR, el ente suizo, les ha proporcionado: su ejecución ha sido sobresaliente. Estaban pensadas para Eurovisión y eso, entre un mar de canciones, es un extra que puede ser decisivo. Algo que ha pasado factura, por ejemplo, a Portugal, Islandia y Grecia. No han estado mal, pero tampoco se han sacado partido. Lo que las ha vuelto poco competitivas. Empezaron tímidas la aventura y así han acabado. A veces, hay que arriesgar para brillar. Un ejercicio que España, salvo en contadas ocasiones, como con Chanel, no ha sabido realizar. Es la tarea pendiente: si lo consigue, causará la misma sensación que Albania.
Cuando el dúo Shkodra Elektronike se coronó en el Festivali i Këngës, arrebatándole el triunfo a la protegida Elvana Gjata, el Viejo Continente se quedó ojiplático. No entendía cómo había prescindido del hit que prometía liderar las casas de apuestas de inmediato. En su defecto, eligió un proyecto vanguardista que fusiona el pop con ecos balcánicos. Muy alternativo, muy propio. Diferenciarse así les ha beneficiado: sin seguir modas ni fórmulas, Beatriçe y Kolë han cimentado una propuesta singular que le ha valido un buen puñado de votos. A diferencia de España, no han repetido modelos ya defenestrados. Una estrategia similar a la perseguida por Estonia. Con el polémico Tommy Cash a la cabeza, ha armado un show que no pasa inadvertido. Salpicado de clichés sobre los italianos, ha atraído a jóvenes que hasta hoy no se sentían identificados con la cita.
El orgasmo de Finlandia
Quien sí ha marcado tendencia es Finlandia: en la 69ª edición de Eurovisión, Erika Vikman le ha cantado al placer sexual. Su Ich Komme es un orgasmo convertido en música. Heredera de Käärijä, el rapero que representó al país en 2023, la artista ha ofrecido justo lo que se esperaba de ella: un recital picante y provocativo que ha conquistado a la multitud desde el primer segundo. Al contrario que Melody, no le han hecho falta bailarines ni escaleras. Con una personalidad apabullante, ha deslumbrado a una audiencia embobada de principio a fin. Un derroche de poder que, bien realizado, con encuadres milimétricos, la han alzado como una de las favoritas. Para proclamarse prima donna sólo ha necesitado actitud. La misma que ha derrochado Italia por enésima vez: Lucio Corsi ha dejado claro que basta una gran melodía para dejar huella. Nunca falla.
Una de las grandes incógnitas es cómo ha llegado San Marino a la final por delante de Chequia, Chipre, Bélgica y Australia, eliminados en sus correspondientes semifinales: lo más probable es que fuese por Gabry Ponte, el popular DJ que se encuentra detrás. Conocido por su éxito Blue (Da Ba Dee), ha trasladado el sonido noventero a la actualidad. Y, aunque de su boca no ha salido ni una sola nota, ha puesto el estadio en efervescencia. Mención especial a Países Bajos y Alemania, sorpresas de la noche. Con resultados dispares, han demostrado que en Eurovisión la autenticidad es clave. Intentar aparentar lo que uno no es, al final, como en la vida, acaba pasando factura. Tal vez, quién sabe, en un futuro España sólo dependa de sí misma para arrasar. Mientras tanto, toca conformarse.